mbra el fondo habíamos buscado espacios limpios donde reposar el anclaje. Con buena mar viramos hasta tomar rumbo suroeste, bajo nosotros, a algo más de cuatro metros de profundidad y bañadas por un agua tan cristalina que no parece haber más que la mitad de distancia, seguimos con la vista las estiradas cintas verdes de la pradera de aquella planta que se extiende bajo la quilla del barco. Mientras las observo pienso en las malditas conciencias que no se remueven ante el delicado equilibrio que nos rodea. Aquellas que, desconociéndolo o no, evitan dan importancia al beneficio que la Posidonia ofrece al mar al mar, la comunión que entre ambos existe para su mutua supervivencia y al fin la nuestra. Actualmente estas planta se encuentran en peligro de extinción por lo que, afortunadamente, están muy protegidas. Ellas nos acompañaran hasta que el profundimetro no indique más de cuarenta metros. A partir de esa medición ya no pueden vivir estas silenciosas aliadas.
Desde el mar dirijo la mirada hacia tierra, me detengo en las escena que mis ojos captan y percibo por momentos como se aleja entre vaivenes. Las miro todas como si de fotogramas se tratasen. Quiero recordar todo sin recortes ni lagunas. Deseo volver un día la vista atrás y sentir que paseamos o navegamos por tierras y mares de Berbería, de piratas y atalayas de vigilancia. En ocasiones, navegamos por la historia sin conocerla, sin percibir la fuerza en el entorno, no tenemos tiempo para detenernos, y ahora que lo tengo ambiciono que quede grabado cada instante
Seguramente, cuando este cuaderno de bitácora sentimental y amable vea la luz, ya será otoño en Madrid. Acurrucado en la terraza de casa leeré con media sonrisa cada página, sintiendo renacer en mi cabeza el vívido recuerdo de los diferentes detalles. Probablemente también sople el viento junto a mí, como allí pero diferente, y un sol que apenas caliente me regalará esa luminiscencia tan especial que trae el atardecer propio de la estación. Pero ahora aún buscamos en el laberinto de nuestras limitadas cabezas la imagen nítida de los delfines saltando y coleteando junto a nosotros.
Todavía me huele a Mediterráneo de manera tan intensa como se mantiene fresca la imagen de aquellos juguetones amigos en la mar, que surgen de la nada, desde las profundidades del Gran Azul para flirtear con a nosotros, para escoltarnos en su medio, emitiendo sonidos que penetran hasta nuestro cerebro y quedan grabados. Observándonos para saber si somos depredadores o no, si somos amigos o no.
Y así, puedo asegurar en efecto, que todavía siguen oliendo a mar mis sentidos mientras veo el anochecer acompañarme por el estribor de mi memoria. Ahora navego a través de recuerdos pero ayer lo hacía junto a mulares que saltaban entre el crepúsculo y el velero. La estela del sol herido de muerte, brillante y plateada sobre las aguas azules, nunca fue igual y, a buen seguro jamás lo será porque esa foto que guardo en mi memoria, en el cofre de los tesoros de un niño, pervivirá siempre… delfines acompañándonos entre ese sol y nosotros, a contraluz y en paz.
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CUANDO LLEGUE EL DÍA DEL ÚLTIMO VIAJE,
Y ESTÉ AL PARTIR LA NAVE QUE NUNCA HA DE TORNAR,
ME ENCONTRARÉIS A BORDO,
LIGERO DE EQUIPAJE, CASI DESNUDO,
COMO LOS HIJOS DE LA MAR.
(ANTONIO MACHADO)
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