GÉNESIS DE IDENTIDADES Y ACCIDENTES
Por: Jorge
Bermejo
“Suelta
a ese caballo y galopa…”. Robert Jordan.
Por quién doblan las campanas. Ernest
Hemingway
Ahora
los está viendo. Hay algunos hombres con traje y corbata sentados en cómodos
sillones. Están encarados en un amplio círculo donde todos se miran a los ojos
cuando deciden sobre negocios. Los
puede ver sonreír mientras se frotan las manos, se intercambian papeles o prueban
un sorbo de coñac francés.
Su
mentor, el de Nari, permanece de pie
en señal de dominio. Parece cansado -quizás ya estaba enfermo-, pero desea
evitar mostrar cualquier síntoma de debilidad en aquel momento. El Maestro adoptaba la posición que durante su carrera le hizo
ganarse el respeto. Aquel día, de nuevo, aparentaba ser el León Africano que se contaba en muchas historias.
Todo
está igual que el último día que estuvo allí, como en sus pasados momentos de
esplendor, salvo los sillones, que ahora permanecen apartados junto a una
pared, mostrando el polvo del olvido. Ahora
esa base probablemente “quemada”, ya no es más que un lugar para el recuerdo,
el cementerio de un puñado de años al que Nari
regresó sin rencor con la intención de difuminar su fotografía hasta disolverla
para siempre. Por eso, para borrarla, y porque sabe que será la última vez,
mira todo con detenimiento y lo graba en su retina -una de sus especialidades-.
Después irá desapareciendo naturalmente, como debe ser. Solo permanecerán la
esencia neutra y los olores.
En
ese tiempo detenido, fotografiado, parece que él sigue viendo todo como aquel
día, como en aquella reunión. El Gran
Hombre lleva una camisa blanca de algodón, está más delgado y se apoya
sobre el marco verde de una de las ventanas. En verdad aparenta estar
preocupado. Mira hacia el exterior pero allí, desde esa otra ventana, no se ve
nada. Solamente tejados y fachadas que se extienden como un tapiz cuarteado.
-Nari,
¡tú irás de nuevo a Malta por mí!. No dudo que lo harás bien.-
Aquellas
palabras permanecen y ahora se muestran flotantes en la habitación. Inertes
como su valor actual. Cuando lo que hay en juego es demasiado dinero, y el
prestigio y la seguridad de mucha gente, sabes que aquel tipo enjuto que te
mira a los ojos diciéndote eso está convencido de que tú eres el hombre ideal.
Todo se acaba y pone su confianza en tus manos, así que es mejor que uno encuentre
coartada razonable para “cubrir” ese tiempo en su vida.
Ambos sabían que todo era más profundo
que la propia operación encomendada. Por eso el Master mostraba a Nari
junto a él, frente a todos los poderosos reunidos allí, como muestra de
confianza, respeto y, de alguna manera, escenificación y testimonio del fin.
Concluía una época, huía hacia el Océano inmenso, el camino de los
descubridores que aguardaba fuera, y en su ocaso lo acompañaba una hermosa
puesta de sol que despedía a la grandeza de los imperios pasados.
Nari
iría a Malta una vez más. Según lo previsto se encontraría con el contacto en
el interior de Laskaris War Room. Si
no fuese posible ya se habían concertado un par de citas alternativas, una de
ellas en la Ciudad del Silencio, en
la isla de Gozo.
Los olores se mantienen en la alcoba, permanecerán
siempre porque están impregnados en las paredes y en los muebles. El aire
mezcla el tabaco y el yodo y, de nuevo, recorre la estancia austera y cálida,
como aquel atardecer camuflado de verano en el que, a veces, parecen percibirse
voces del pasado que quedaron encerradas en el escenario de su propia vivencia
para siempre.
Se
agita el humo de un cigarrillo que se consume y la penumbra va adueñándose sin
remisión de los ángulos y los recodos mientras Nari, que tiene la copa de vino entre las manos, acaba de relatar
aquella operación maltesa, de la que quedaron algunas buenas amistades en la Fatah palestina.
Cuando
regresa a las sombras de la habitación, lo hace con los ojos llorosos y
escupiendo en cada retazo de sus palabras una añoranza por su viejo Maestro, El Viajero, el hombre diplomático. Seguramente
fue el último de una raza de “perros” fogueados en tierras hostiles y
condiciones a las que hoy la tecnología y la evolución han allanado el terreno.
Pero
ahora, al fin, es alguien que nunca existió. Como sucedió con su anterior y
primer Gran Hombre, el iraní. Nunca
existieron salvo para el puñado de privilegiados que los conocieron.
Nari hace una pausa y cierra los ojos mientras bebe un largo trago de vino
blanco, muy frio y griego. Ahora ninguno de ellos está. Su último Gran Hombre murió después de la Navidad,
en España. Cumpliendo su voluntad, las cenizas fueron esparcidas por distintos
y distantes lugares de África para que no existiera tumba de aquel que quiso
ser de muchos sitios.
Los
segundos reflexivos se alargan y parece que estuviese haciendo un esfuerzo
mental para aflojar la presión que soporta aquel cerebro comprimido por tanto pus que debe supurar. Posiblemente
por eso había preferido desaparecer durante un tiempo indefinido, hasta que un
día alguien, sin esperarlo, vuelva a saber de él por casualidad.
También
por ese motivo allí estaba, aprendiendo a vivir la vida de forma diferente. En
aquella especie de trance encontró en esa casa el recogimiento, la soledad y el
silencio para escuchar las voces del pasado, para despedirse entre memoria y
olores de bazar.
Para desear buen viaje a aquellos que
se fueron un día, pero dejaron olvidado el “adiós” deseado flotando en el
último instante.
Quizás
por cosas así él parecía sentirse cómodo allí, reconfortado por la brisa
atlántica, en algún lugar de una Lisboa que se abre al Gran Azul y se tiñe de romanticismo y fado al atardecer.
Con
el paso de las horas la noche ha alcanzado a engancharse como una telaraña en
una esquina de la ventana. Hace unos minutos que todo está en silencio, los
mismos que hace que Nari se quedó
dormido, vencido por la tensión y las emociones. En
sus sueños peleará por volver a comenzar, y así será si resiste. Al final todo
volverá a una génesis distinta, que sumada a las anteriores formará el libro de
la vida, con sus aciertos y sus errores.