miércoles, 19 de mayo de 2010

LAS ESENCIAS DE LOS PUEBLOS DE ESPAÑA I

PUEBLO FANTASMA
Primer capítulo de la serie
(NOTAS Y RECUERDOS EN GUADALAJARA)
Por: Jorge E. Bermejo
Para detener lo fugaz,
lo instantáneo,
hay que fijar la vista en una cosa,
mejor cuanto más efímera [...]
y grabarla en la memoria
para poder algún día rescatar
a través de ella ese momento
(Julio Llamazares - ESCENAS DEL CINE MUDO, 1994)
Ahora no sabría decir cuando llegue aquí, parece que fuese hace mucho tiempo. El lugar, barrido por los vientos que mecen los espigones más altos me invita a la intemporalidad y yo comulgo con él. Estoy sentado en la soledad y el silencio, entre el cielo, el suelo y los abismos; sintiéndome gravitar en tres dimensiones... pero no es nada, esto... no es nada, tan solo alimento de almas descarriadas.
El ocaso que me va envolviendo se precipita veloz al vacío de la sima que está más allá, pero aquí es vapor de agua que me moja, olor a tomillo y romero que me embriagan... ¡Pero todo esto no es nada!.
Ayer dormí en un granero, con ratas. Mientras las escuchaba corretear a mi alrededor, sin luz, las imaginaba monstruos gigantes que se erigían amenazantes.
Por eso he venido hasta lo que queda del ayuntamiento-escuela (antaño era frecuente esta distribución en el mundo rural). Fuera, escribo sobre un buen montón de piedras, a buen seguro de un derrumbe, de lo que fuera una de las alas principales. En la planta superior voy a dormir está noche para evitar la visita de los lobos. La escalera de acceso está rota y no se puede saltar. Dicen que anoche los hubo rondando por aquí. Bajan buscando el rastro de ovejas heridas, enfermas o moribundas, las más débiles, aquellas que se retrasan y se pierden con facilidad.
Permanezco sentado, escuchando el viento y escribiéndote. Los trazos salen solos, es imposible no encontrar razón para hablarte en un sitio así. Razones son ruinas, como todo aquí. Como todo el pueblo que ya no existe. Lo está devorando la carcoma de la vida y los hombres le damos alguna que otra puntilla. Aunque solo sea por eso, por ser lo que fue por un instante... estoy aquí, reverenciando este pasado y reivindicando esa historia. Hoy logró calentar el sol durante su zenit, pero luego todo volvió a ser gris, ¡hace frío en estos duros parajes!.
Estoy muy cerca de las provincias de Soria y Segovia, en tierras colindantes entre Castilla-La Mancha y Castilla-León. Pueblos que se asfixian, que dejan de regalarnos esencia de pasado emulsionadas entre olores y sabores, veranos, visiones o memoria, ¡sonrisas y lágrimas!. Aquí ya no huele a leña ardiendo en el hogar, ni a puchero burbujeante al calor de lumbre. Por más que busco no encuentro huellas marcadas por la gente al caminar. No las encuentro, no quedan. Por aquí... ¡hace demasiado que nadie volvió a pasar!.
Ya no hay repique de campanas a los cuatro vientos anunciando a los labradores de la comarca buenas nuevas, y no tan buenas. Ni se escuchan letanías en días de guardar, tampoco contestan las abuelas enlutadas musitando "amén... amén...". No hay miradas furtivas ni besos escondidos en un establo, no existen, ni provechosas penumbras, ni candiles encendidos, ni música de lluvia rompiendo sobre los portones. Nadie me esperará esta noche junto al caño de la fuente ni escucharé a mi regreso bullicio de cantina (me temo que, quizás, aquí nunca la hubo como tal), ni los nudillos golpear sobre la mesa durante las manos al tute o... ¡lo que sea!.
Simplemente, ya no hay pueblo. Hay ruinas sepultando las historias de los que lo hicieron vivir, y sin embargo, si paseo por sus callejas puedo escuchar de otra forma, a un tiempo, sus voces y sus sonidos. Llegan a mi como susurros lejanos y deformados, como viento que se engancha en el campanario y gime su dolor. y entre todo, una extraña neblina se contorsiona formando espectrales figuras de aspecto humano.
Entre todas, tan solo una casa familiar ha sido reconstruida para albergar los veranos de los que recuerdan, y otro par ahora son graneros. Queda la iglesia, pétrea, con esa torre-campanario que miro ahora con ojos diferentes (no diré porqué). Juega por igual con las luces del amanecer o del ocaso y sirve al viajero como Faro de Alejandría en este paraje inhóspito. Miro de nuevo la torre, que sigue recibiendo a los vientos de frente, como debe ser. Entre el crepúsculo y yo su silueta se perfila enigmática y llama poderosamente mi atención, como también lo hace aquello que esconde, guardando el sueño de aquellos que están enterrados a sus pies, donde la tierra es sagrada y morada de la eternidad.
La noche se cierra y afortunadamente no la pasaré solo. Puedo asegurar que no es plato de buen gusto hacerlo ahí. He dormido al menos tres horas del tirón, pero al fin me he despertado de madrugada desvelado por el crujir de la madera y los ruidos en el silencio. Durante la noche los lobos han rondado el pueblo, he visto a uno. Yo estaba en ventana, bajo la luna llena que dibujaba una fotografía blanquecina y fantasmagórica en el contorno, los ojos de uno de ellos me han disparado un fogonazo. He permanecido inmóvil y lo he visto volverse sombras calle arriba.
Ya se cuando llegue, hace tres días. Entonces, ante mi, se abría un pueblo fantasmal, en un silencio originado en la misma causa que se repite en otros muchos a lo largo y ancho de nuestra Piel de Toro: El abandono.
El camino para acceder hasta aquí apenas existía, era tan solo una línea serpenteante que se perdía entre matojo y ramaje. Mis pasos crujían en el suelo, aunque estaba cubierto por una alfombra de ortigas admirablemente crecidas. Siguiendo lo que supuse era un sendero, llegue bordeando muros hasta los abrevaderos de lo que antaño fuese el pueblo y hoy no es más que hermosas ruinas custodias de percepciones de una vida... de muchas vidas. Es escondite secreto donde hablar con el viento que se filtra por las oquedades, entre las tejas cuajadas de musgo. Aquí y allí se motea el suelo y las esquinas con restos de basura de, al menos, treinta años atrás. Mientras escribo he desviado la mirada hacia mi mano. El puñado de tierra que se escapa entre mis dedos lo hace de forma inconsciente, más bien instintiva, como corre más allá el arroyo alimentado por lágrimas de los que vieron agonizar este pueblo.