martes, 27 de abril de 2010

SURCOS DE SAL MARINA...

¿ME ESTÁS HABLANDO?
Por: Jorge E. Bermejo
Música que acompaña la lectura:
Elmara: Sky in your eyes
Rue du soleil: In my heart
...Encontradas pelean
las olas, en sus hombros sosteniendo
los bajeles al cielo levantados;
estremécese Gades...
A la batalla de Trafalgar
Fco. Sánchez Barbero
(1764 - 1819)
Cuando el ojo de buey es todo el mundo exterior la vida se reduce a imaginar espejismos con una mirada detenida a través del cristal. Mientras silencias la frescura de un espíritu relajado, el cerebro recopila y ordena decenas de fotografías mentales vividas apenas unos minutos atrás. Ahora tan solo son ensoñaciones con proa afilada que se clava en la lejana costa africana o de una vela blanca hinchada, resistiendo en peligrosa tensión el embate del viento mientras cabos y obenques tintinean sin cesar en lo que resulta ser la banda sonora del Respetado Azul.
Entonces percibes de otra manera las sensaciones, dibujas con detalle y claridad las escenas que antes el obturador de la retina captaba difuminadas o borrosas. Recuerdas el timón muerto, dejandose llevar aferrado al espejo de popa, o aquella brújula que giraba sobre su eje sin marcarnos el rumbo y las caras que expresaban preocupación. Tras todo ello he pasado al silencio de un habitáculo estrecho de madera y fibra donde se reflejan la luces y las sombras de la tarde que me lleva a tierra de Berbería.
Durante la travesía, cuando bajé al camarote para cambiarme de ropa y abrigo, me quedé mirando más allá del cristal moteado por el vaho y perdí la noción del tiempo en el mar. Recuerdo que subía y bajaba escupiendo llorosas gotas que resbalaban hasta desaparecer bajo las juntas del costado de babor dejando a su paso mortecinas estelas saladas, blancas como el trapo que nos mueve. Detrás está ese mar del que hablo, que golpea una y otra vez mientras la escora muestra lo que puede ser su bravura y nos balancea.
Nuestro llevador gime y se retuerce, su piel de madera cruje musitando chirridos mientras permanezco es silencio, dejándome llevar por uno de los instantes más maravillosos que suelo sentir en mi vida: La comunicación con el mar. El diálogo sin guión prestablecido (en estado puro) de las olas que rompen contra el casco y las maderas que contestan igualando la disputa. Y yo espero que todo mejore, escucho sumido en la humildad de quien se sabe insignificante en el hogar de la galerna, guardando el silencio producido por cierto respeto que jamás se debe perder si no quieres ser devorado por esta magnitud tan cambiante como desconocida. Sin embargo estoy sereno, atendiendo sumiso como un hijo que escucha a un padre enfadado, mirando por la diminuta ventana que lo es todo ahí, en esas horas, viendo pasar las crestas de las olas coronadas de espuma blanca e imaginando sirenas a lomos de caballitos de mar, calesas construidas con conchas y tiradas de juguetones delfines, y, por momentos olvidas el frío de la ropa mojada o el color amarillo del chambergo empapado que se balancea colgado de una diminuta percha.
Apoyado contra una mampara que separa dos camarotes, intento perder la mirada más allá de la borda, quizás entre las nubes o en el cielo... o posiblemente no miro hacia allí, sino hacia mi Moleskine negro, que duerme sosegado en un rincón, arropado entre toallas pero clamando sentirse abierto y hablar, respirar, ser escrito sobre el mar, donde ha vivido sus mejores trazos de amor, de recuerdos y al fin de sentimientos encontrados.
Sobre el camastro reparo en la contradicción del ser humano, o quizás en la mía. Me refiero a aquella, fraguada al calor del hogar, que me lleva a pensar en que todos tenemos que morir algún día y, si ese medio me gusta, porqué no hacerlo en la mar. Sumido en la nube mística (incluso tocante al romanticismo desbordado y seguro) todo se presta a la libertad para pensarlo, pero luego, en el mar, me vuelvo realista y creo que preferiría hacerlo en mi cama, en casa, sin darme cuenta... quizás durmiendo el sueño de la bruma.
Entretanto divago voy jugando con el dial de mi radio, objeto indispensable en la mochila. Busco sonidos que reconozca, palabras que comprenda sin esfuerzo, algo que me acompañe en la naciente somnolencia y así, mi artificial compañera comienza a emitir interferencias metálicas y estridentes hasta que surgen voces lejanas, como la tuya ahora. Llegan en francés, inglés o árabe y al fin, en español, una voz femenina desentumece mis pensamientos.
El tiempo, arriba, ni mejora ni empeora, sencillamente se mantiene, pero en el mar todo cambia por momentos y su espejo brillante, acuoso y tranquilo puede romperse en mil añicos, en cristales que no cortan pero asustan, en gargantas yodadas que tragan barcos hoy tanto como lo hicieron con nuestros antepasados. Es el mar, no pretendas cambiarlo, solo respetarlo, aprender y adaptarte pues aquí eres invitado a su casa.
En el camarote-salón la emisora permanece muda. Su silencio no me tranquiliza, como no lo hace la ceguera intermitente de una pantalla que cambia radicalmente los datos de posición a cada segundo, marcando al libre albedrío un rumbo y pasando alocado a otro diferente de inmediato, sin control... norte, sureste, este, suroeste, norte de nuevo, la pantalla se va y viene, ahora desaparecemos de nuevo y, como Neptuno, surgimos de la nada de nuestro particular Triángulo de las Bermudas y volvemos a existir... oeste, noroeste. El radar está sin datos. Por más que lo chequeamos sigue mostrando vacíos los círculos concéntricos para demarcar millas, pero ninguna lectura. Sin embargo ahí fuera esta lleno de barcos, son grandes cargueros, buques gasolineros o atrevidos veleros que pasan a milla y media de nosotros. Es el Estrecho, los vemos ir y venir a simple vista, pero el tablero debió generar un fallo electrónico en los sistemas.
La radio, en mi camarote, sigue acompañandome. Solamente se sintoniza una emisora en español, se suceden las entrevistas o la música en un programa de tarde al refugio de la tranquilidad de un estudio a demasiados kilómetros de aquí. Hasta hace poco también sonaba música en el equipo del barco pero ahora todo permanece en silencio y se escucha flamear alguna vela que no desea ser bien cazada. De proa a popa nada debe pertubar las instrucciones de navegación dadas a viva voz. Todo debe ser rápido, conciso y claro o puede ser peor. En cubierta hay preocupación una vez quedó inutilizado el timón y nos vemos obligados a llegar con métodos manuales de emergencia. Una T metálica de brazo demasiado corto ofrece la única solución aunque quien la maneje esté vendido a las olas que entran en la bañera. Los mareos se dibujan en las caras de algunos tripulantes y yo pienso una y otra vez en la frase lapidaria, en el consejo de superviviente, que nos ha dado uno de los compañeros: En la mar, en una situación así, cuando piensas que debes hacer algo es que ya lo tenías que haber hecho hace quince segundos. Por supuesto que el margen temporal al que alude es retórico.
La pericia no parece tener efecto por el momento y el barco sigue escorando peligrosamente. Optamos por recoger más trapo pero la vela se ha enganchado y no responde a las maniobras, hay caras de tensión y las corrientes del Estrecho (el séptimo lugar más peligroso del mundo para la
navegación según cuentan los expertos) nos lleva a su antojo alejándonos de la ruta. Con el paso de los minutos la situación mejora lentamente y logramos recoger la vela, la escora va desapareciendo y tenemos que encender el motor para llegar a puerto (todavía demasiado lejano).
Escuchar renquear al barco en horizontal es un alivio. Las miradas se relajan y las sonrisas se dibujan en la lejanía tanto como lo hace la costa africana que al fin oteamos. La vida abordo comienza a normalizarse, un cigarrillo completo, sin estar empapado (todo un lujo que antes no se podía disfrutar), un refresco, una merecida siesta y otros detalles que quedaran en el anecdotario. Cuando al fin llegamos a nuestro destino todavía nos queda sortear a un velero encallado en la bocana del puerto. Desde los muelles ya nos saludan los demás compañeros de travesía. Las tripulaciones esperan nuestra llegada con sus barcos abarloados y recortándose en los que comienza a ser el primer atardecer norteafricano.
He bajado al camarote para preparar los pasaportes. Durante un instante miro por el ojo de buey y veo el cielo. La mar está equilibrada y una luz anaranjada que me transmite tranquilidad, cubre el limitado horizonte, pero los surcos de sal marina siguen ahí, como barrotes de una celda imaginaria cruzando el cristal. Somos los últimos pero hemos llegado bien...