miércoles, 28 de octubre de 2009

REFLEXIONES: OTOÑO (I)

OTOÑO (I) Por: Jorge Bermejo
(Poesía: Alfonsina Storni / 2ª fotografía -Mi sueño del faro Vidio-: Pintura de MARÍA MUÑÍZ)
Música que acompaña la lectura:
Lascia ch'io pianga - Ópera "Rinaldo" (Häendel)
Boccherini Cello Concerto No.1 in E flat major, G474

(1ª PARTE).- Un día cercano al de hoy (hace tan poco que lo recuerdo vivamente todavía), el otoño llegó hasta aquí inexorable y se hizo adulto sin percatarme de ello, y yo, que aún no soy padre, supuse que la sensación tenía que ver con los sentimientos de aquel que sí tiene esa condición y una mañana descubre, de repente, que un hijo ha dejado de ser el niño que sus retinas retenían como una fotografía para evolucionar a otro estado de la vida. Cuando aún no habían pasado de largo (aunque en mí nunca lo hacen) los sonidos del mar o el bosque, o los que nos invaden en el vasto territorio de la luna anaranjada y creciente, me encontré con que la siguiente estación había crecido a golpe de días luminosos, de envolventes tardes que regalaban optimismo para regocijo de un alma a media luz, de mañanas que no dejaban de ser refrescantes y viento invitándome a observarlo tras el ventanal. Quizás al principio, añorando extender el asueto, tuviera derecho al pataleo pero finalmente, ante un cambio tan inexorable como la propia existencia, tan solo me quedó mirarlo de frente y ver que el otoño también dibuja en mí sonrisas guardadas desde hacía demasiado. Es el gesto del tiempo, de mi tiempo, que llega tanto como la sonrisa de esos padres que descubren al fin los cambios en su hijo, igual que un instante largo y larvado o los momentos para otras notas musicales portadoras de sentidos renovados… quizás como hace la naturaleza con sus frutos y sus colores. Es tiempo de manzanas, de castañas y avellanas, de batata sobre el hierro ardiente de las viejas cocinas de carbón y leña. Es tiempo de otros olores que penetran para rescatar la parte dormida del añorado recogimiento. Ahora, que veo amanecer, y antes, que he velado dolorido a la noche en sus últimos instantes, (aquellos previos que extienden las sombras hasta disiparse), he celebrado la luz con alborozo, estando a su lado hasta ser adulta en mi regazo, viéndola crecer para no volver a sorprenderme. Después, mientras abre la mañana balanceándose sobre los delicados acordes de Lascia ch'io pianga (de la ópera "Rinaldo" de G. F. Haendel) que llegan lejanos sigo descifrando los enigmas de tu dolor, regocijándome en tu cercanía, en el terco deseo de verte feliz, en la maldita codicia de tu sonrisa, y cuando te difuminas cruje bajo mis pies, a cada paso, la madera seca de mi corazón que se refugia aquí… o en ti, en tus ojos de noche. En la incertidumbre que mi alma exhala, camino entre las sombras de tus instantes con la inseguridad del que desconoce si es lágrima de sal, diamante de miel o perla de aceite lo que resbala por tus mejillas para morir en las comisuras de aquellos labios que ansío besar. Es entonces cuando te miro inquieto, cuando dudo si la noche ya no es noche o el día rompió de nuevo. A veces ha ocurrido que regresabas lentamente, con esas primeras luces, y llegabas hasta aquí, a la fuente de los recuerdos y junto a mí, para bañarnos en las lágrimas que lograron desprenderse de tus mejillas y mis dedos o mis labios no lograron retener, para sumergirnos en la espuma de las emociones, las tuyas... o las mías. Después, mientras secaba mi piel llagada de errores la miraba sufriendo la expiación. Sentía sin depravación que me quemaba para no olvidarlo ni olvidarte y saber que ardo por ti.

Entretanto me veía envejecer frente al espejo de la vida o estimulaba mi corazón anquilosado, he recordado una poesía de Alfonsina Storni… “me ha contado el espejo que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas”...

Recuerdo una fotografía (no retuve el lugar donde la vi) en la que aparece un monumento alegórico dedicado a ella y, aunque revitalice su memoria, es piedra tan solo… y yo pensé que no quería ser piedra. Ella en realidad es poesía… y yo tristeza de no ser hoy un verso suyo.

Me empobrecí porque entender abruma, Me empobrecí porque entender sofoca, ¡Bendecida la fuerza de la roca! Yo tengo el corazón como la espuma.

Y ahora, mientras saboreo esta bendición, durante los leves instantes colmados de dicción en que leo y releo con el sabor duro de veintitrés palabras paladeadas entre el cielo y la lengua, ahora, digo, mirando el horizonte desde el faro que es mi refugio, me siento al fin palabra en tu verso y comisura (la misma donde morían tus lágrimas) que forma tu sonrisa. Quizás refresco la sensación, durante mucho tiempo camuflada, de mi mirada cuando traspasó tu cristal sin detenerse, pero ahora que el vidrio abriga las gotas de humedad y los granos de sal marina, de nuestro sudor o de la respiración después de un beso, es cuando me detengo a pensar que siempre has estado allí… ¡estás tú!, y detrás sigue el mar que jamás se marchó. Mar, yo soñaba ser como tú eres, Allá en las tardes que la vida mía Bajo las horas cálidas se abría... Ah, yo soñaba ser como tú eres.

REFLEXIONES: OTOÑO (II) con notas de invierno...

OTOÑO (II) Por: Jorge Bermejo (También autor de la 2ª fotografía) Música que acompaña la 2ª parte de OTOÑO: Bryan Adams - (Everything I Do) I Do It For You Habib Koite and Bamada - Takamba
Como la certeza que transmite un hecho empírico así sabemos que el otoño se filtra por los recovecos de nuestra vida como lo hace alfombrando las calles, como entra por las rendijas de las puertas y ventanas, como viste de otros colores la ciudad o regala atardeceres cargados de energía. En el eco de sus ciclos, aquel que marca los tempos y nunca desaparece, ahora veremos las fotografías en verdes muertos y ocres de hojarasca seca barrida por el viento, de árboles que mezclan tonos posando para una acuarela mientras son penetrados por los rayos de sol en una tarde de otoño, tanto como después será la nieve aquella que cubra nuestra memoria hasta convertirla en la película blanca de los recuerdos escupidos a golpe de hogar encendido y calderos o de sonrisas y confidencias entre amigos, de calles y caminos desnudos rondados por perros solitarios que nos ladran afónicos para esconder sus miedos, de cobertizos cuajados de musgo y humedad tanto como rebosantes de madera cortada y apilada. Habrán llegado entonces las microscópicas estrellas de invierno aplastadas en unas huellas que demuestran la vida que no vemos. Y mientras pensamos en ello necesitamos, como acicate, alimentarnos de cuanto fluye ahuyentando artificialmente los empachos de obsesiones o fagocitando lo extraño con forma de revuelta contra la apatía que nos vuelve monótonos.
Pero mientras esto llega, para mí, como para otros, ha quedado atrás la estación que rompe generalmente (y sin artificios) esa monotonía, que nos muestra arena fina, bosques cuajados de frondosa vegetación donde habita la mitología, amores primerizos que se alimentan de extrañas mariposas, calles encaladas aún similares a las que viese mi admirado Gerald Brenan, mares inmensos que albergan a las descendientes de Moby Dick, o palacios, fuentes y paseos en los que dar rienda a los acordes de una guitarra española en las noches calurosas de verano, bajo faroles, en terrazas que sirven momentos íntimos con vino, en sueños abrazados a un libro donde reposar la lentitud de cada instante. Ahora, con cada día que huye nos olvidaremos poco a poco de los cuerpos exuberantes envueltos en deseo y será el nuestro aquel que compartirá un rincón con las fuerzas postrimeras que rezuman sobre las fachadas de los espejos del alma, como dice el refrán. Serán, ni más ni menos, que las últimas fuerzas hirvientes de un verano que ya queda atrás, desinflándose, hasta ser solo recuerdos embutidos en el abrigo del otoño.
Es otoño aunque a veces no lo parece. Atraído por su llegada he decidido salir a recibirlo y en la tarde de aromas a tierra mojada mis pies me llevan a él caminando por las sendas que descienden y se cruzan a través del madrileño Parque del Oeste en dirección a los búnqueres (que taponaron el avance de los sublevados durante las ofensivas sobre Madrid en nuestra desgraciada Guerra Civil). Es tarde para observar escondido en el mirador de aves (sin aves) como cae la luz sobre la charca, para fumar el último cigarrillo sentado en sus bancos y ver el humo denso ascender hasta perderse en el techo de madera. Allí, como en cualquier otro lugar, como en nuestro propio interior, buscamos elixires que tonifiquen nuestro cuerpo o sentidos que nos orienten falsamente. Logramos esconder los juicios y las justificaciones y resistimos en las murallas de nuestra debilitada fortaleza otra embestida más de un ejército que viaja en el tiempo desde nuestro pasado sin llegar a percatarnos que tarde o temprano, cuando llegue el asalto final, nuestras huestes, aquellas que nos defienden, no serán más que un puñado de razones agotadas, heridas y descolocadas, y será cuando veamos que La Gran fortaleza del alma está perdida sin remisión. Ese será el triste atardecer en que nos miraremos buscando aquel caballero que fuimos pero no descubriremos más que un cuerpo torturado, desnudo y vencido que llora cada día en el silencio moribundo de la prisión de la soledad. Quizás entonces, asfixiados, haremos lo que mucho antes debíamos haber hecho: salir al mundo exterior y descubrir que hay mucho más donde podríamos habernos retirado para recomponer las líneas, para aprovisionarnos y descansar. De nuevo es entonces, y solo entonces, cuando alejados de la batalla, seremos conscientes del desastre en el que hemos colaborado por omisión. Por eso, cuando sintamos que las murallas apenas tienen capacidad para resistir quizás es mejor que preparemos las cabalgaduras y reunamos las fuerzas que quedan. Sencillamente… que tomemos el camino que nos lleva al sol… siempre hacia el sol.