(1ª PARTE).- Un día cercano al de hoy (hace tan poco que lo recuerdo vivamente todavía), el otoño llegó hasta aquí inexorable y se hizo adulto sin percatarme de ello, y yo, que aún no soy padre, supuse que la sensación tenía que ver con los sentimientos de aquel que sí tiene esa condición y una mañana descubre, de repente, que un hijo ha dejado de ser el niño que sus retinas retenían como una fotografía para evolucionar a otro estado de la vida. Cuando aún no habían pasado de largo (aunque en mí nunca lo hacen) los sonidos del mar o el bosque, o los que nos invaden en el vasto territorio de la luna anaranjada y creciente, me encontré con que la siguiente estación había crecido a golpe de días luminosos, de envolventes tardes que regalaban optimismo para regocijo de un alma a media luz, de mañanas que no dejaban de ser refrescantes y viento invitándome a observarlo tras el ventanal. Quizás al principio, añorando extender el asueto, tuviera derecho al pataleo pero finalmente, ante un cambio tan inexorable como la propia existencia, tan solo me quedó mirarlo de frente y ver que el otoño también dibuja en mí sonrisas guardadas desde hacía demasiado. Es el gesto del tiempo, de mi tiempo, que llega tanto como la sonrisa de esos padres que descubren al fin los cambios en su hijo, igual que un instante largo y larvado o los momentos para otras notas musicales portadoras de sentidos renovados… quizás como hace la naturaleza con sus frutos y sus colores. Es tiempo de manzanas, de castañas y avellanas, de batata sobre el hierro ardiente de las viejas cocinas de carbón y leña. Es tiempo de otros olores que penetran para rescatar la parte dormida del añorado recogimiento. Ahora, que veo amanecer, y antes, que he velado dolorido a la noche en sus últimos instantes, (aquellos previos que extienden las sombras hasta disiparse), he celebrado la luz con alborozo, estando a su lado hasta ser adulta en mi regazo, viéndola crecer para no volver a sorprenderme. Después, mientras abre la mañana balanceándose sobre los delicados acordes de Lascia ch'io pianga (de la ópera "Rinaldo" de G. F. Haendel) que llegan lejanos sigo descifrando los enigmas de tu dolor, regocijándome en tu cercanía, en el terco deseo de verte feliz, en la maldita codicia de tu sonrisa, y cuando te difuminas cruje bajo mis pies, a cada paso, la madera seca de mi corazón que se refugia aquí… o en ti, en tus ojos de noche. En la incertidumbre que mi alma exhala, camino entre las sombras de tus instantes con la inseguridad del que desconoce si es lágrima de sal, diamante de miel o perla de aceite lo que resbala por tus mejillas para morir en las comisuras de aquellos labios que ansío besar. Es entonces cuando te miro inquieto, cuando dudo si la noche ya no es noche o el día rompió de nuevo. A veces ha ocurrido que regresabas lentamente, con esas primeras luces, y llegabas hasta aquí, a la fuente de los recuerdos y junto a mí, para bañarnos en las lágrimas que lograron desprenderse de tus mejillas y mis dedos o mis labios no lograron retener, para sumergirnos en la espuma de las emociones, las tuyas... o las mías. Después, mientras secaba mi piel llagada de errores la miraba sufriendo la expiación. Sentía sin depravación que me quemaba para no olvidarlo ni olvidarte y saber que ardo por ti.
Entretanto me veía envejecer frente al espejo de la vida o estimulaba mi corazón anquilosado, he recordado una poesía de Alfonsina Storni… “me ha contado el espejo que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas”...
Recuerdo una fotografía (no retuve el lugar donde la vi) en la que aparece un monumento alegórico dedicado a ella y, aunque revitalice su memoria, es piedra tan solo… y yo pensé que no quería ser piedra. Ella en realidad es poesía… y yo tristeza de no ser hoy un verso suyo.
Me empobrecí porque entender abruma, Me empobrecí porque entender sofoca, ¡Bendecida la fuerza de la roca! Yo tengo el corazón como la espuma.