LA BATALLA, UN RELATO CORTO o
cómo el vagabundo Garçon se convirtió en Magno Señor... (PARTE Iª)
Por: Jorge Bermejo
...Y recordad pues todos, labriegos y soldados, mujeres y artesanos, viejos que una vez fuisteis a la guerra... pero sobretodos atended los traidores que en mis fastos os encontréis, los que entre nosotros y secretamente habitáis conspirando... conoced de mi boca cual es la magna historia de la más brutal de todas las batallas que la humanidad jamás ha conocido. Una sangrienta lucha a la cual yo, Garçon de Leloux, Príncipe de la Luz, vencí sin blandir espada alguna ni mancharme de sangre... solo con humanidad.
(Discurso de Aniversario del Vizcondado de Leloux)
arçon, también llamado el trapero, era un joven vagabundo que solía dormir al raso y comer de lo que rapiñaba entre las sombras. Sus ropas estaban roídas y su cuerpo, enllagado de inmundicia, desprendía un tan fuerte como desagradable. Solía caminar solo por los senderos de las montañas y bajar de noche a las aldeas para robar comida. Pero aquel amanecer tan frío permaneció escondido entre la maleza de las tierras más altas, temblando y helado por el rocío.
Cuando despertó, tembloroso y aterido, su corazón se sobresaltó al descubrir una escena como nunca hubiera imaginado. Decenas de hogueras cubrían el valle y las laderas entre columnas de vapor que ascendían desde las copas de los árboles. Entonces aún no reaccionaba mas pensó que ni las fogatas encendidas durante la noche a la largo de horizonte servían apenas para calentarse. Todas ellas, solitarias y dispersas por doquier, habían producido probablemente el pretendido miedo espectral y psicológico acuciado en el enemigo durante las horas de oscuridad.
El trapero permaneció agazapado observando mientras el tiempo pasaba y ahora el sol de invierno refulgía ya en las armaduras como pocas veces él recordaba haber visto. El valle a sus pies se había transformado en un campo de batalla. Enjambres de soldados de infantería, puntas de picas que bailaban al cielo, caballeros todavía erguidos y caballos que relinchaban o corrían de aquí para allá medio asfixiados. La terrorífica imagen describía una explanada rodeada de bosques en la cual un poderoso ejército se ordenaba donde quiera que la vista era posada. Huestes con la moral muy alta que aparecían y desaparecían entre las nubes de polvo que levantaban los cascos de los caballos.
Hoy, tanto tiempo después de sucedido todo, el recuerdo de aquel día de armas humedece con lagrimas de sangre y tristeza la memoria de los que sobrevivieron. Sin saberlo, Garçon asistió desde la ladera a la batalla más terrible que jamás había visto un ser humano. Quizás ese suceso cambió para siempre el mundo tal y como se conocía y los hombres se vieron inmersos en la más terrorífica de las batallas que Europa, decadente y enferma, corroída de ambiciones de poder, conoció jamás.
Los señores daban órdenes y peleaban los mas bravos en el centro del combate mientras cientos de pendones y estandartes ondeaban pulcros al viento con sus llamativos colores.
Pero al poco, alaridos lejanos y desgarradores surgíeron desde lo más profundo de una maraña de espadas y lanzas. Se podían adivinar las caras desencajadas, los ropajes cubiertos de sangre en cuerpos descontrolados y fuera de sí que corrían en busca de la muerte y se lanzaban a la batalla como si fuese el demonio quien les empujase. De un lado y de otro se disparaban al cielo puntiagudos destellos cuando las espadas en lo alto recibían los rayos del sol que a esas horas ya eran de media mañana. Desde su refugio Garçon escuchaba como los gritos de valor se mezclaban con los gemidos de dolor y, al fin, la muerte invadía el valle desplazándose, como un ave buscando su presa, por toda la pradera que se extendía hasta el río.
Hacia su cauce, en la parte más alejada, el trote de la caballería pesada de los Grandes Duques, aquellos a los que llamaban Frères de sang, que maniobraba para reagruparse y regresar al combate, creaba tras de sí senderos arrasados y trozos de hierba desperdigados en mil pedazos entretanto pequeños grupos de infantería de los condados de Armañac y Boulogne a los que se unieron algunos voluntarios del Rosellón, registraban los matorrales circundantes en busca de desertores propios y soldados enemigos con los que saciar su locura. Casi todos serían jóvenes asustados que buscaban refugio entre los árboles iluminados por haces blancos de luz y entre los cuales aún se podían vdivisar algunos ciervos que no habían podido huir de la barbarie. Ciertamente ya era imposible escapar de allí.
Una línea completa de guerreros mercenarios surgió de la nada, de los impenetrables matorrales cubiertos por una densa niebla que, aún resistente, se arrastraba al ras de la tierra o permanecía enganchada a los troncos de los árboles. Caminaban como un ejército de espectros que blandía sus armas golpeando espadas y lanzas contra escudos. Nadie parecía esperarlos y, tras un instante de silencio que pareció una eternidad cargó contra un grupo soldados de a pie que aguardaban ordenes mientras cubrían uno de los flancos más desprotegidos. Pero cuando estos apenas habían recorrido cien metros en una desbandada desorganizada, una nube de flechas oscureció el cielo rasgando el aire para caer sobre los ellos y sobre algunos jinetes que descansaban cubiertos de mugre y sangre a pocos metros. En un segundo todo se convirtió en desesperación, los caballos sin montura cayeron muertos y los hombres se desplomaron retorciéndose entre muecas de dolor. Después de tanta lucha, las líneas se habían roto sorpresivamente por ese ala.
(CONTINUARÁ...)