Por: Jorge Bermejo
“Hay pasillos fríos y aparentes, como hay almas gemelas y distantes…”
Pasillos fríos y extraños, recovecos de discreción animados por la buena gente que te cruzas en el camino. Café en un despacho y café en otro con viejos amigos que apenas ves más que de vez en cuando, y por eso descubres, en ocasiones tarde, que aquel que era tal ahora es cual o sencillamente ya no está. También están el personal de toda la vida, y las caras menos conocidas que apenas te saludan, y los pasos perdidos acompañados de ecos sordos que llegan con gestos serios.
Mientras caminas por algunas dependencias resulta que te sientes extraño entre tanto silencio y, en ocasiones, hasta caminas sin hacer ruido para no romper la aparente paz conventual que se respira. Todo eso se rompe sorpresivamente con las salidas en tropel de algún despacho tras finalizar una reunión, y por momentos los pasillos fríos se tornan más cálidos y transitados.
Al final, entre todas esas dependencias frías en las que se mezclan los pasos envasados al vacío, logras sentirte más cómodo en algunas que ofrecen entretenimiento mientras vas o vienes.
Particularmente me gustan esos lugares en los que se puede recrear la vista matando la espera hasta que la campanilla del ascensor te avisa de su llegada o la puerta de determinada sala a la que vas a acceder se abre devolviéndote a la realidad. Me refiero a aquellos que exhiben cuadros alegóricos, metopas o maquetas, algunas de preciosos barcos protegidos en urnas de cristal.
Y están los que solo son transitados por unos pocos elegidos, donde se deciden asuntos que marcarán el devenir de España, esos con ascensor directo, llave de planta y escáner incorporado, pero todo esto... es otra historia.
Hay pasillos fríos y aparentes, como hay almas gemelas y distantes, hay pintura nueva y olores de siempre que se reconocen aunque los percibas camuflados.
Para evitar errores a quien desea evitarlos hay pasillos pintados con diferentes colores que reflejan entre sombras indistinguibles nuestras figuras opacas, oscuras y espigadas proyectadas en el suelo brillante. O están esos luminosos, que en los atardeceres de espera regalan una claridad especial, relajante, embutida en silencios que de vez en cuando rompe el motor de un helicóptero aterrizando en la azotea. Pero todo sigue siendo frío para el extraño y uno, que es más clásico, prefiere madera y olor a viejo: libros viejos, viejos amigos o conversaciones tan clásicamente viejas como el desayuno abajo, o enfrente. Y al fin rezuma más calor humano lo céntrico que lo periférico.
Porque están vivos existe memoria de esos lugares, y raramente se olvida si ha sido importante el paso por ellos. Todo es, al fin y al cabo, como la vida misma aunque se pretenda en algunos casos anestesiar o desvanecer el instante camuflándolo entre el polvo de la huida. Pero aún así quedan conversaciones y vivencias que parecen haberse prendido en sus paredes y las recuerdas cuando vuelves a pisarlos. Son las que resuenan monótonas una y otra vez, como el soniquete de un carillón cuando marca el tiempo. Son las que se comparten, o se desdoblan, como precisamente esos despachos y pasillos que se pierden más allá de cualquier hall.