jueves, 25 de junio de 2009

UNA NARRACIÓN: HABLANDO DEL VIAJERO…

HABLANDO DEL VIAJERO...
Madrid tiene amaneceres para cada momento pero el de aquel día era triste y olía a despedida. Por eso quizás, antes que la tristeza le impidiese pensar con claridad, antes que la emotividad llenase un corazón enfermo y que la luz del sol despertase las calles y los pensamientos, mi amigo, el viajero, había llegado al Aeropuerto y esperaba nervioso bebiendo agua. Lo conozco desde hace tiempo, de hecho estuve con él antes de partir y creo verle aún cuando cierro los ojos. Una vez dentro del avión la inseguridad le dominó como él esperaba, pero de esta manera sabía que ya no había vuelta atrás y prefirió esperar a haber despegado para sumirse en el sueño del olvido, en el reposo de la desconexión, sencillamente para despertar en otro lugar. A su llegada estaba solo, deambuló despistado como es él, buscando sin saber bien qué. Los anuncios y mensajes en extrañas lenguas shockearon su cabeza hasta que fue consciente de los miles de kilómetros que le separaban de otra vida.
Los países de las riberas mediterráneas exhalan una hermosa luz que se queda grabada para siempre, como llama la atención el tráfico desorganizado y las riadas de gente que van de acá para allá. Algunas cosas tan sencillas como estas son las que sorprenden al viajero, pero aquel lugar estaba de paso, allí debía esperar hasta transbordar en otro avión que le llevase a su destino final. Había fachadas, tan curiosas como desvencijadas, en las que colgaban altavoces que emitían incesantemente mensajes desconocidos que el viajero supuso serían religiosos. Así, y entre tanta gente, caminó con tan solo una pequeña mochila y una bolsa negra de mano como equipaje, fijando su mirada en lugares que llamasen su atención tanto como para recordarlos por si se perdía. Se zambulló en una ciudad desconocida para él, buscó un lugar donde tomar té y relajar los tensionados músculos, su cabeza le pesaba y los párpados intentaban cerrarse ante un sol que penetraba por las callejas hasta romper sobre el bullicio de gente. Algo desorientado se detuvo ante las pequeñas tiendas, unas cargadas de especias en saco, de frutos secos y aceitunas, otras con quincalla, shishas o juegos para tomar té, las que más aparecían ante él cargadas de ropa que colgaba por cualquier resquicio mientras en una de aquellas un joven hacía un tatuaje de jena a una chica aparentemente occidental. Dejando atrás un puesto tras otro siguió caminando hasta encontrar un lugar en el que hacer tiempo y leer el mismo periódico por tercera vez. Pasadas las tres de la tarde alguien se sentó junto a él, era una figura corpulenta y con aspecto igualmente occidental que tardó poco en entablar conversación con el viajero… sencillamente le esperaban.
Pronto ambos salieron juntos de allí para desaparecer en el entramado de calles que se distribuían como una red impenetrable para cualquier primerizo. El viajero no estaba asustado, tan solo expectante e inquieto por las propias circunstancias y sencillamente caminaba esperando que su nuevo amigo supiese donde debían ir. Atraído por la perfecta pronunciación de su acompañante, le pregunto de donde era -soy sudafricano, pero me he criado en España, mi madre es española- y el viajero no tuvo palabras para contestarle, tan solo para esgrimir una leve sonrisa y un cruce de miradas que de alguna manera le inspiraron cierta confianza, tan solo una fachada que escondía la necesidad de cercanía que sentía. Sin percatarse del recorrido, el viajero despistado y su acompañante aparecieron nuevamente en el aeropuerto. Habían caminado bastante, habían tomado un taxi y el viajero estaba tan extenuado que apenas se dejaba llevar por aquel desconocido en el que, sin darse cuenta, había depositado toda su vida. El viaje en avión hasta llegar a la remota área donde se dirigían duró apenas un par de horas en un pequeño aparato de una extraña y desconocida compañía aérea. Desde las ventanillas observaba el cielo limpio y rojizo y pensaba en toda aquella locura, a veces hablaba con su acompañante de la vida y de asuntos triviales.
-Vosotros, los que os dedicáis a esto de hacer negocios con otros países sois gente muy curiosa. Vuestra profesión es como una gran saca en la que cabe todo tipo de tratos sin que resulte muy llamativo- espetó tal cual, en frío, justo antes que en árabe e inglés se comunicase que iban a tomar tierra, y así, sin darse cuenta, el viajero abrió las puertas que debían cerrar otras vidas antiguas, otras que nunca más influyesen en su nueva vida futura. Mientras aterrizaban observó por la ventanilla como la arena era imparable y acababa por dominarlo todo. Justo debajo, aparentando estar recortado con una tijera, se abría un espacio verde, cuajado de vegetación, de palmeras y líneas rectas que parecían huertos. Del pequeño aeropuerto, semivacío, aparentemente obsoleto y situado justamente en el centro de aquel vergel se estiraba hasta la lejanía una carretera cubierta en algunos tramos de fina arena, la misma que penetraba al hall y hacía parecer que caminase sobre un montón de azúcar y migas de pan en el suelo de una cocina. En una de las puertas les esperaba un todoterreno desvencijado que conducía alguien igual de llamativo. Tenía aspecto árabe y el pelo tremendamente ensortijado, la camisa abierta prácticamente hasta la cintura dejaba entrever los brillos del sudor sobre el pecho del conductor… -Salam Malecum, Salam Malecum- gritó desde el vehículo y ambos, viajero y acompañante, accedieron a su interior. El aspecto efectivamente dejado de aquel 4x4 se transmitía perfectamente en un insoportable olor a sudor concentrado y una nube de polvo y pelusas que flotaban a la vista cuando el sol penetraba por la ventanilla. -Malecum Salam- contestó el acompañante bajo la atenta mirada del viajero que pronto reaccionó y respondió también -Malecum Salam... How are you? Je ne parle français, je le sens-. De pronto, el viajero se sintió absolutamente estúpido cuando escuchó al chofer responder en un español bastante aceptable -No problem, debemos irrrrnos si queremos aprovechar la lusss-. El calor resultaba sofocante y ambos, viajero y acompañante mostraban tremendos cercos sobre las axilas y una incesante película de sudor sobre la frente. En esas, el ejemplar de El Mundo que había acompañado desde Madrid al viajero no había parado de utilizarse como improvisado abanico sin percibir muy bien si valía para alterar las pelusas que flotaban por doquier o para ventilar levemente el habitáculo del coche. Durante todo el trayecto les acompañaron pequeñas casas rodeadas de palmeras que recordaban a las de los Belenes cristianos y que se sucedían salpicando de vez en cuando los arcenes de la carretera. Una tras otra se quedaban atrás hasta que el coche entró en una ciudad aparentemente pequeña y se detuvo frente a un precioso hotel. Dentro, el acompañante ayudó al viajero con los trámites de la recepción y, tras rechazar la ayuda de un botones, por primera vez se digno en cargar con el equipaje. Todavía había luz natural en aquel lugar de ensueño, una luz anaranjada tan bella que quedó grabada en la retina del viajero, el cual, pronto se encontró con la soledad de una habitación cómoda pero muy lejana. Lo primero que hizo fue dejar sobre la cama los mil objetos que llevaba en los bolsillos… tabaco, pañuelos, mecheros, caramélos, dólares, euros. Después inspeccionó la habitación, el cuarto de baño, la nevera y al fin sacó algo de ropa de la maleta. Observó que, en la pared, junto a la cama había un panel para el hilo musical en el que se podían escuchar CD,s.
Mientras se duchaba maldecía por no dar con las noticias de España, tan solo había música y a ratos lo que parecía el servicio exterior de la BBC, nada de Radio Exterior de España. De nuevo en la habitación, pensando en prepararse para la cena, escuchaba música clásica que había traído desde Madrid y con una botella de medio litro de cerveza fría y alemana en la mano salió fuera para respirar ese extraño aroma puro e indescriptible que le acompañaba desde su llegada. Apoyado en la terraza veía lenguas de arena lisa y soledad, palmeras explotando de frondosidad y silencio y, sobre todo ello, el sol poniéndose sobre una duna. El viajero, pienso ahora, se encontraba bien, quizás se sentía extraño y desconcertado pero tranquilo de estar… en un lugar que hacía tiempo sentía especialmente suyo. Allí esperaría a un buen amigo…