LA PROFESIÓN DE ESPÍA: SILENCIOS Y SOLEDADES
Por Jorge E. Bermejo
(Fotografías: Wikipedia)
(Dedicado a N.R., a su maravillosa familia y... a una "nueva", inquieta y paciente amiga...)

Finalmente todo ese residuo cuajó aquellas otras largas tardes en una cervecería de Argüelles, en Madrid. Entonces divagábamos sobre el mundo, yo desde mi perspectiva (de la vida) novicia e inquieta y él, extranjero, de Oriente Medio, desde la capacidad esquemática que proporcionan la experiencia o la propia existencia. Hora tras hora, conversación tras conversación me desgranaba (con ese acento tan particular pero a la vez tan hermoso) ejemplos de primera mano sobre cómo era la vida ahí fuera, como la veíamos nosotros y que debía conocer yo para crecer. Después, al irnos y (nunca lo olvidaré) de manera automática, observaba primero por los cristales hacia la calle, después salía y repartía miradas en derredor para acabar siempre caminando por calles en las que la dirección de los coches comunmente era contraria a nuestro rumbo. Efectivamente en más de una ocasión y bajo sus indicaciones pude comprobar cómo era un hombre al que controlaban sus pasos. De rato en rato era supuestamente su cojera la que hacía pararnos frente a algún escaparate y mientras yo esperaba me preguntaba... ¿porque se detiene frente a una tienda de moda femenina o frente a una farmacia o...?
Sus viejas cuadernas marcadas por la edad y los sobresaltos le habían movido a través del mundo teniendo la oportunidad de conocer a mucha gente importante, de trabajar junto a ellos. Escucharle hablar significaba perder la noción del tiempo mientras yo acumulaba dudas y preguntas en mi mente a la espera de encontrar el momento para intervenir, a veces lo observaba entre silencios... estaba pensativo, con la mirada perdida bajo su porte de abuelo canoso, de persona entrada en edad que le dotaba de un efecto visual óptimo: apacible, entrañable, experimentado, respetuoso y siempre discreto. Poseía el extraño don de la permanente inquietud por el conocimiento. Deseaba seguir descubriendo cosas y así llegué a descubrir yo que (como dijo aquel) un espía jamás se jubila, nunca deja de serlo por muchos años que pasen.
Día a día los lazos se reforzaban y durante el tiempo que ambos compartimos llegue a descubrir mundos que para mí quizás solo quedaban en las hojas de un libro o en las escenas de una película. Aún no he logrado percatarme de en qué momento cambió todo excepto nuestra amistad, sin embargo recuerdo el día en que comencé a preocuparme. En aquella ocasión, frente a mí no estaba mi buen amigo sino alguien devorado por la fenomenal intuición que poseía, a la cual sin quererlo había sobredimensionado aunque fuese la misma que a veces nos advierte de los peligros. Sin duda sentía como se apagaba, como ya no era más que una sombra que sentía la necesidad de hablarme tal cual lo hizo aquel día. Ante mi pasaban episodios de la historia contemporánea, protagonistas de fabulosos sucesos, realidades de diferentes lugares que no paran de sangrar. Justo delante había un hombre con demasiada vida que probablemente se consumía dolido por cómo ésta lo había tratado, consciente que se había adaptado como un camaleón a un nuevo entorno sin cerrar puertas del pasado, ocultando para siempre o hasta aquel instante, todo lo que deseaba olvidar. Sencillamente era un hombre triste que había vivido épocas de grandeza, que otrora fuese alguien y hoy no era más que un abuelo cuasi exiliado con las mismas necesidades que cualquier ser humano pero con una carga sentimental y de conocimientos como solo las grandes figuras que proceden de un mundo ajeno al del resto de los mortales pueden atesorar. Yo no corroboré todas las historias que me contaba, simplemente el tiempo lo demostró, sin embargo y en estas un servidor acabó aprendiendo la vieja técnica de los relatos en tercera persona, sean del singular o del plural...
Recuerdo aquella mañana de café en que le pregunté por su aspecto cansino. Hacía un tiempo que me preocupaba e intentaba pasar el mayor tiempo posible junto a él. Con sus ojos clavados en mí comentó que no dormía bien, que se despertaba a menudo y permanecía así, en silencio, largo rato. Teníamos un lenguaje particular (que habíamos desarrollado involuntariamente a lo largo del tiempo) basado en determinadas frases y silencios, en palabras y miradas y en esos momentos lo desplegaba completamente para contarme pasajes de su vida en los que recordaba a la gente que había conocido. Me sorprendió tanto que lo hiciese de una forma directa, concreta y tan rica en datos que tardé un tiempo en percatarme que eso solo lo conoce alguien que ciertamente estuvo en los círculos más íntimos. Y así, entre silencios y cruces tristes de miradas que para él presagiaban la despedida, saltaba de tema en la conversación y pasaba a hablar de dolencias y males. La enfermedad que le comía era otro de sus grandes secretos, yo lo sabía pero entonces desconocía lo avanzada que se encontraba.
Así pues, tras despedirnos me marché preocupado y sin atisbar la gravedad de su estado, mi mente estaba en otros asuntos, en pocos días debía viajar a varios sitios por motivos de trabajo y estimaba que no nos volveríamos a ver hasta mi vuelta, más de un mes después.

