LA PROFESIÓN DE ESPÍA: SILENCIOS Y SOLEDADES
Por Jorge E. Bermejo
(Fotografías: Wikipedia)
(Dedicado a N.R., a su maravillosa familia y... a una "nueva", inquieta y paciente amiga...)
Tuve un gran amigo que logró dejarme huella, uno de los de verdad, uno al que apreciaba de corazón y al que respetaba sobremanera mientras absorbía como una esponja cualquier conversación, cualquier gesto... Tuve un amigo que lo pasó muy mal por correr demasiado en la vida, o quizás porque fue lo que le tocó vivir, aunque el paso del tiempo me demuestre que quizás esa era la lección más importante que deseaba enseñarme y yo no la aprendí.
Recuerdo con absoluta nitidez, tal y como si hubieran ocurrido ayer, los largos paseos matinales por El Retiro, a veces en días de diario pero casi siempre en domingos por la mañana. Este pequeño matiz llamaba entonces poderosamente mi atención, su preferencia por los lugares abiertos, llenos de gente y a horas de multitud. Creo que fue entonces cuando comencé a equivocarme, la percepción falló al querer entender que aquello no era más que una acción refleja que soliviantaba la necesidad por apartarse de la soledad que yo intuía en su vida... ¡nada más equivocado!. Sencillamente era un jubilado de la Vieja Escuela.
Nuestra amistad no venía de muchos años atrás pero las circunstancias que ambos compartimos durante unos meses muy duros, duros de verdad, fortaleció la excelente relación que a posteriori marcó nuestro trato. Aquellas fueron jornadas en las que el día resultaba igual que la noche y había momentos en que la paciencia se vendía cara por las esquinas.
Siempre he pensado que ese período resultó ser la pieza que tanto nos unió, los acontecimientos de la vida forman extraños lazos. Demasiadas horas (que junto a él nunca lo eran) compartidas dejan un poso asentado en medio de tanta vanalidad. ¡Siempre tenía tema de conversación!... la arqueología en el Oriente Medio o la vida en aquella zona, la literatura contemporánea o los viajes, la política internacional o la de España... eran muchos los temas sobre los que atesoraba un profundo conocimiento que se reflejaba en los diálogos que manteníamos.
Finalmente todo ese residuo cuajó aquellas otras largas tardes en una cervecería de Argüelles, en Madrid. Entonces divagábamos sobre el mundo, yo desde mi perspectiva (de la vida) novicia e inquieta y él, extranjero, de Oriente Medio, desde la capacidad esquemática que proporcionan la experiencia o la propia existencia. Hora tras hora, conversación tras conversación me desgranaba (con ese acento tan particular pero a la vez tan hermoso) ejemplos de primera mano sobre cómo era la vida ahí fuera, como la veíamos nosotros y que debía conocer yo para crecer. Después, al irnos y (nunca lo olvidaré) de manera automática, observaba primero por los cristales hacia la calle, después salía y repartía miradas en derredor para acabar siempre caminando por calles en las que la dirección de los coches comunmente era contraria a nuestro rumbo. Efectivamente en más de una ocasión y bajo sus indicaciones pude comprobar cómo era un hombre al que controlaban sus pasos. De rato en rato era supuestamente su cojera la que hacía pararnos frente a algún escaparate y mientras yo esperaba me preguntaba... ¿porque se detiene frente a una tienda de moda femenina o frente a una farmacia o...?
Sus viejas cuadernas marcadas por la edad y los sobresaltos le habían movido a través del mundo teniendo la oportunidad de conocer a mucha gente importante, de trabajar junto a ellos. Escucharle hablar significaba perder la noción del tiempo mientras yo acumulaba dudas y preguntas en mi mente a la espera de encontrar el momento para intervenir, a veces lo observaba entre silencios... estaba pensativo, con la mirada perdida bajo su porte de abuelo canoso, de persona entrada en edad que le dotaba de un efecto visual óptimo: apacible, entrañable, experimentado, respetuoso y siempre discreto. Poseía el extraño don de la permanente inquietud por el conocimiento. Deseaba seguir descubriendo cosas y así llegué a descubrir yo que (como dijo aquel) un espía jamás se jubila, nunca deja de serlo por muchos años que pasen.
Día a día los lazos se reforzaban y durante el tiempo que ambos compartimos llegue a descubrir mundos que para mí quizás solo quedaban en las hojas de un libro o en las escenas de una película. Aún no he logrado percatarme de en qué momento cambió todo excepto nuestra amistad, sin embargo recuerdo el día en que comencé a preocuparme. En aquella ocasión, frente a mí no estaba mi buen amigo sino alguien devorado por la fenomenal intuición que poseía, a la cual sin quererlo había sobredimensionado aunque fuese la misma que a veces nos advierte de los peligros. Sin duda sentía como se apagaba, como ya no era más que una sombra que sentía la necesidad de hablarme tal cual lo hizo aquel día. Ante mi pasaban episodios de la historia contemporánea, protagonistas de fabulosos sucesos, realidades de diferentes lugares que no paran de sangrar. Justo delante había un hombre con demasiada vida que probablemente se consumía dolido por cómo ésta lo había tratado, consciente que se había adaptado como un camaleón a un nuevo entorno sin cerrar puertas del pasado, ocultando para siempre o hasta aquel instante, todo lo que deseaba olvidar. Sencillamente era un hombre triste que había vivido épocas de grandeza, que otrora fuese alguien y hoy no era más que un abuelo cuasi exiliado con las mismas necesidades que cualquier ser humano pero con una carga sentimental y de conocimientos como solo las grandes figuras que proceden de un mundo ajeno al del resto de los mortales pueden atesorar. Yo no corroboré todas las historias que me contaba, simplemente el tiempo lo demostró, sin embargo y en estas un servidor acabó aprendiendo la vieja técnica de los relatos en tercera persona, sean del singular o del plural...
Recuerdo aquella mañana de café en que le pregunté por su aspecto cansino. Hacía un tiempo que me preocupaba e intentaba pasar el mayor tiempo posible junto a él. Con sus ojos clavados en mí comentó que no dormía bien, que se despertaba a menudo y permanecía así, en silencio, largo rato. Teníamos un lenguaje particular (que habíamos desarrollado involuntariamente a lo largo del tiempo) basado en determinadas frases y silencios, en palabras y miradas y en esos momentos lo desplegaba completamente para contarme pasajes de su vida en los que recordaba a la gente que había conocido. Me sorprendió tanto que lo hiciese de una forma directa, concreta y tan rica en datos que tardé un tiempo en percatarme que eso solo lo conoce alguien que ciertamente estuvo en los círculos más íntimos. Y así, entre silencios y cruces tristes de miradas que para él presagiaban la despedida, saltaba de tema en la conversación y pasaba a hablar de dolencias y males. La enfermedad que le comía era otro de sus grandes secretos, yo lo sabía pero entonces desconocía lo avanzada que se encontraba.
Así pues, tras despedirnos me marché preocupado y sin atisbar la gravedad de su estado, mi mente estaba en otros asuntos, en pocos días debía viajar a varios sitios por motivos de trabajo y estimaba que no nos volveríamos a ver hasta mi vuelta, más de un mes después.
Durante el tiempo que transcurrió entre los viajes no pude contactar con él hasta aquella fatídica mañana en que yo regresaba de Cartagena y mi madre, que lo conocía, me comunicó que había muerto. Ella era consciente absolutamente de los fuertes lazos que nos unían, intuía que yo no debía encajar solo un golpe tan duro y en compañía de un buen amigo mío, uno de los mejores, ambos no se separaron de mi lado en aquella jornada de lágrimas. Después supe que, durante los últimos días de vida de mi amigo, sus familiares intentaron contactar conmigo... hoy ya no recuerdo si fue su esposa o su hijo quien me comentó que hasta el último suspiro preguntó por mi y que estuve en sus últimos pensamientos y eso... marca.
Rompí a llorar como solo le he hecho en contadas ocasiones, salí a la calle, camine por El Retiro solo, me senté en la mesa que solíamos ocupar en la cervecería y bebí por un amigo. De alguna manera decidí dejar correr la vida para llevarle en mi memoria tal cual era. Tras aquella ocasión jamás he vuelto a ver a su familia, tan solo guardé algunas notas suyas, con su letra y un frío papel que me recordaba el lugar donde estaba enterrado.
Los años llegan a "tapar" los sinsabores pero las cicatrices son marcas que permanecen para siempre y ahora lo recuerdo entre sonrisas, con esa mirada que tenía... lo veo sentado frente a mí contándome como, por ejemplo, en una ocasión salió de su país huyendo con su familia en un coche cargado hasta los topes... ¡de libros!. Dejó todo lo que tenía valor (que sin duda necesitaría para comenzar una nueva vida) por... libros y así se salvo cruzando la frontera.
¡Hubo tantas cosas que aprendí de él!... Desde entonces lo sencillo tiene más valor y los malos momentos no lo son tanto. Quizás también desde entonces he aprendido a encajar con buen humor el mal que otros me puedan provocar, a perseverar en el diálogo o dosificar la resistencia personal, a ser paciente con los que no lo son y en definitiva... a ser un poco más humano. Sinceramente, con el corazón agarrotado por los recuerdos que se agolpan ahora en mi cabeza, todavía, años después, me cuesta creer que se ha ido para siempre, más bien tengo la sensación que anda por esos mundos que tan magníficamente conocía viviendo alguna nueva aventura y que pronto volverá para contármelo.
D.E.P.