martes, 1 de diciembre de 2009

REFLEXIONES. EL COLOR DE LA VIDA

DE RETAMAS Y RETAZOS TIZNADOS DE CENIZAS
Por: Jorge E. Bermejo Música que acompaña la lectura de "El color de... Women of Ireland, Joanie Madden
Irish Belssing

En cualquier lugar hacia el que dirijo la mirada está el día enganchado en las aristas de la certeza, descubriendo lo que unos ojos no quieren ver y aquello que la conciencia, barrida por cortinas de tormenta y viento, intenta despertar en mi: Realidades. En estas, la luz no se dirime como excusa cuando el momento oportuno se enseñorea con razones, más bien crepita el corazón -como si ardiese en él una hoguera- cuando descubre esas certezas y atiende a las realidades. Crepita porque las cuadernas de la vida arden vivas dentro de un cuerpo anquilosado que se estremece sin apagar su fuego.

Hoy es día de silencio en la montaña, de barro en las botas, de silencio en el valle, de silencios en los pueblos. De lluvia fina o humedad gruesa, aquella que los queridos asturianos llamarían orbayu. Ante el corazón ocre, silencioso y arrugado de un cuerpo inflamado por dentro se abre el valle escalonado desde el cielo, fresco tanto como brillante de agua en su esplendor, bañado en vino… mezclando tonos blanquecinos –sucios-, amarillentos y pálidos… como el vino blanco, o rojizos tiznados más claros o más oscuros… como el vino tinto. Desde aquí, desciende crecido el –todavía- arroyo entre retamas y matorral, cruzando un llano sobre la colina que barre el viento como lo hace con mi memoria, que es terca con concluir siempre en los mismos lugares del bosque de mi mente. A menudo se vuelve también tercamente ilusionante con imágenes de espuma marina que se disuelve entre burbujeos sobre la superficie fría del agua. Su sonido relajante no cesa, me engaña y acaba por imbuirme –por sugestión- mientras la observo correr cristalina, cuando no brillante, sin saber si son mis ojos los que están así o es la pureza de un cielo sin nubes y un mar sin olas lo que se abre ante mí.

He volado de la montaña al mar por unos instantes pero de nuevo estoy aquí, en el corazón que arde, en el valle brillante, en ese llano sobre la colina desde el que sigo al –allí- gran río con la mirada y observo cómo pasa el agua sin cesar. El cauce y su entorno resultan ser preciosas composiciones de lugar construidas a base de trazos de color aunque yo lo vea todo en blanco y negro. Lo sé a ciencia cierta porque a veces los he disfrutado en todo su esplendor, pero no hoy. Con el crepúsculo lejano acompañando mis pasos, camino por un páramo, por una senda angosta que lo atraviesa como una herida abierta en la piel de la vida. Una incisión que necesita suturar pero la mano que cose no encuentra el sitio para hundir la aguja y cerrar la herida.

Durante la noche, en la oscuridad que aquí sí importa, tomé la alocada decisión de cruzar el río descalzo y por su anchura más sinuosa sino desconocida. No estaba solo en la fotografía ni tampoco quise que nadie me acompañase y me despedí dejándolos al otro lado. Camine dentro del agua helada, sobre peligrosos guijarros, con las manos ocupadas durante el tiempo que el ánimo me empujó. Pero quizás fue justo a la mitad, sobre esas piedras alisadas por la paciencia, donde mi equilibrio falló y resbalé. Una y otra vez he estado cayendo sobre el resbaladizo fondo y, ahora que ya no se me ve desde las orillas, lloro el continuo y punzante dolor que me produce el frío intenso del agua del deshielo. Entre la sombras, resistiendo el frío, hay unos ojos que me observan, que nunca dejaron de hacerlo ni tan siquiera cuando me quede ciego o cuando recupere la vista solo en blanco y negro. Hermosos ojos cercanos que no miran buscando mi caída sino pendientes de tender una mano a la que asirme. Después no tengo memoria… la imagen se difumina y todo se vuelve blanco.

En la continua búsqueda de cada meta vital todo es así, somos parte de la esencia de lo que nos persigue silencioso en la estela de nuestros días. Se parapeta entre los recónditos huecos de nuestra mente hasta que un día rezuma y sin darnos cuenta nos empapa, nos cubre y si no nos damos cuenta acaba por fagocitarnos sin remisión. La propia vida resulta ser una amalgama de reflexiones, unas más profundas que otras, a las cuales y para distinguirlas, titulamos de maneras rebuscadas o sencillas dependiendo del momento y el contenido pero todas tienen su importancia desde el momento en que se integran en el collage de la parte del alma que resulta visible. La capacidad de expresión marca el resultado, que no ecuación, o la profundidad de la plasmación en líneas de un sentimiento a flor de piel.

La tarde inexorable se colorea de pimentón y mostaza cuando llego al final del camino. Desde el borde del pétreo corte diviso un valle alfombrado de verde intenso, moteado de grises y nublados en su vertiente más oscura, donde las sombras de la noche ya han cuajado adheridas a cada centímetro, donde los vaqueros ya descienden por la vereda cargados de aperos y vigilantes de su ganado. Más acá aún se ve a algunos de ellos trabajar al ritmo que marcan los últimos rayos de sol. El cañón del valle enseñorea su belleza a caballo del esplendor crepuscular y los olores a tierra mojada y montaña, esos que resultan tan intensos, insultantemente penetrante, y fluyen en mi mientras se dibuja el mundo entre luces y sombras perfectamente delimitadas. El cielo azul respira delgadas columnas de humo blanco que ascienden compactas como fantasmales y temblorosas figuras con el empuje de las corrientes hasta disiparse mucho tiempo después. Una racha solitaria y fresca, quizás perdida, me envuelve durante algunos segundos, los mismos en que comienzo mi descenso por la senda más hermosa que jamás mis ojos cansados vieron. Un camino nuevo, oculto entre setos cerrados y árboles frondosos, en cuyas orillas la espesura me impide penetrar como a veces sucede con mis pensamientos, me acompaña y entre cada resquicio de su cerrada oscuridad, en el reino de las alimañas, en el laberinto de gruesos y bien anclados troncos, surge aquí y allí una imagen imperfecta pero perfectamente adivinable que se evapora en el instante en que centro mi mirada en ella. Se lo que veo porque no es real, tan solo es la parte más importante que ocupa mi cabeza, que ronda transfigurada junto a mí.