miércoles, 13 de octubre de 2010

REFLEXIONES: EL ÚLTIMO VIAJE

LETANIA DE LOS DÍAS Y LAS HORAS
Por: Jorge E. Bermejo

La figura de un jinete se divisa sobre el borde de la montaña. Su silueta se recorta a la luz de la luna, sentada sobre su montura. Permanece inmóvil y caída sobre el caballo, que relincha al cielo silencioso y lo rompe con el estruendo de decenas de cuervos que alzan el vuelo. Al frío del invierno más largo el vaho escapa a las estrellas, ¡hasta él huye del moribundo!.
Otrora fuerte guerrero, el fiel caballero regresa hoy del último Gran Confín, de la última batalla. Ha sido derrotado y trata de llegar a la tierra que lo vio nacer buscando acariciar lo que un día sintió. Todo ha sido muy largo, solo recuerda sus años de batalla pues creció en ella y esa fue su vida, la única que conoció, en la deseo crecer para creer. Todo fue un sueño en realidad, uno por el que hubiera dado hasta el último suspiro, pero este se escapó de los labios sin apenas respirarlo.
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Regresó a un mundo diferente, desconocido para él, y aterradoramente ambiguo. Retornó pues con el sinsabor del fracaso y el dulzor de haber luchado hasta el final... ¡y más allá!. Volvió pues de la batalla más dura con la cabeza agachada y el cuerpo magullado, derrotado.
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Hace el camino con sus carnes abiertas y en cada corte un intenso dolor que supurará mientras viva. Los errores se pagan, ¡dejadlo paso franco!, es su turno y no renuncia al precio.
Solamente recuerda el campo de batalla cubierto por la noche, por una oscuridad en la que no se combate bien. Tiene grabadas en su mente las hogueras y los gritos, y al fin la visión de un ejército infinitamente más numeroso que su pequeña hueste. Mientras lo recuerda desciende la ladera entre brumas, quizás para deshacer el camino que una vez hizo y regresar a su ciudad de siempre, sin fuerzas y sin ejército, solo. Camina entre bosques aterradores y cada paso que avanza siente que es más pesado que el anterior mientras pretende continuar sobre barros y arenas movedizas.

Los cascos de un caballo solitario resuenan en la falda de la montaña. Otea el jinete intentando ver luces desde el borde de las lindes. Tras salir de la verde exuberancia la planicie se abre reseca a la vista del fiel guerrero moribundo. Su cara famélica se endurece, tiembla al apretar las mandíbulas bajo la luna. Los ojos vidriosos se resisten a llorar mientras desvía la mirada y siente escapar la vida. Cuando logra bajar al llano la luz clarea en la montaña.
El tiempo pasa. Para entonces muchas campanas ya repican, parecen sonar a muerto. Lentas y espaciadas extienden sus lágrimas sonoras por los campos y decenas de campesinos corren desde sus labrantíos hasta el borde del camino, por donde el último guerrero se exhibe a su paso sin quererlo. Son plañideras, pesebreros y hombres de rasgos aviejados que van saliendo al paso y agachan la cabeza, pero nadie trae agua de vida.
A la hora del cenit el cielo se abrió inmenso y despejado, tanto que el sol quemó lentamente al soldado. Su boca se resecaba y las heridas, que secaban falsamente, dolían de otra manera, como una punzada aguda y continua en el débil corazón. Como lo haría el resto de la vida que quedaba por vivir.
Es entonces, a esa maldita hora, cuando los campos amarillos rezan al viento por él y la nada acuna el alma moribunda que vaga entre los caminos buscando un discreto rincón donde morir. Las espigas bailan ondulando la llanura, le acompañan a su paso, doblándose tan vencidas como aquel que ya apenas respira, mientras el sol llora delicadamente gritando a Dios la indulgencia del que así peleó.
Los ojos cerrados se abren levemente pero todo es nuevo. Buscan mirar tu cara y sienten cada facción mientras los dedos las dibujan en el aire, entre el corazón del trigo. Nunca más absorberá una inocencia... que ya no existe. Una vez lo hizo para devolverla moldeada, adulta, pero ahora, ya, solo queda llorar una ausencia, pasar... pasar y volver a ver su imagen como un lobo o un perro salvaje que ya ha probado la sangre.
Al cruzar la planicie la tierra se eleva suavemente y retoma un verde intenso. Dicen que ya debe amanecer para siempre pero el soldado, ahora, se encuentra en la negrura de la noche más eterna de su vida y solo busca el río donde lavar las heridas, donde beber agua y descansar. Busca el secreto de las plantas medicinales con que curarse y que el largo amanecer regrese una vez para retomar la senda.
El caballero, al fin, cae derrotado de su montura. Delira moribundo junto al camino, tragando el polvo que levanta al arrastrarse bajo un viejo árbol retorcido, y sin quererlo, se queda dormido en un profundo sueño febril deseando imaginar y después despertar, pero ya, para entonces, solo se espera que alguien venga a borrar con una rama de olivo, una del árbol donde yace, las huellas que un día quedaron.

No guardó rencores pero sí dolor. Su recuerdo ardió como su cuerpo inerte, como sus campos, para purificar los errores y nadie reparó en cambiar aquel final cuando pudo hacerlo. Pero hay quien nunca olvidará esa batalla, ni al ejército de banderas negras y pendones blancos, de corazas tremendamente duras y armaduras grises, bien cerradas. Aquel que le venció sin piedad...

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