miércoles, 15 de julio de 2009

Reflexiones: EL CAPOTE DE DON ERNESTO

HEMINGWAY O EL RECUERDO DE UN RELATOR
Por: Jorge E. Bermejo
Música recomendada para acompañar la lectura
¿Por quién doblan las campanas? ...¡doblan por ti!.
Al cumplirse recientemente cincuenta años de la última visita, ya con el Premio Nobel bajo el brazo, de Ernest Hemingway a los Sanfermines de Pamplona vuelve a resonar afortunadamente su nombre no solo por los rincones de aquella bella ciudad sino también en los medios de comunicación españoles. Nadie, a estas alturas, puede negar que gracias a él las afamadas fiestas navarras, y con ellas sus encierros, son más conocidas internacionalmente, ni cabe restar la resonancia que, indirectamente y de esta forma, se puede dar a su obra periodística y literaria. Por ello, no deseo despistar en exceso al lector con el título de esta reflexión así que desvelaré desde este momento que el capote al que me refiero no es el de San Fermín, ni mucho menos aquel utilizado en lides de tauromaquia sino otro que considero más importante para todos nosotros y que refiere a la publicidad más allá de nuestras fronteras que el genial autor ha dado (y proporciona todavía) a la sociedad, las costumbres, la historia o los lugares de España. Seguramente, gracias a él y a su legado somos un poco más conocidos y es probable que, debido a sus fenomenales libros y artículos muchas personas hayan descubierto que esta amada tierra nuestra no es una prolongación física de África (sin ánimo de ofender). Así que, aunque solo sea por este hecho pienso que aquí no se ha aplicado toda la justicia que se debe con Ernest Hemingway. Personalmente, el magnífico autor ocupa de manera permanente una habitación intemporal en mi alma curiosa, con él como protagonista he disfrutado no solo de magnificas lecturas, sino de diferentes conversaciones con amigos y desconocidos, con escritores y lectores o con veteranos de la guerra civil. Y ahora, aquí, sentado frente a una hermosa mañana que explota en estío, vienen a mi memoria recuerdos de las tardes de Feria (del Libro) con mi querido y admirado periodista, cronista parlamentario y escritor Luis Carandell, con quien tuve el placer de cambiar impresiones no solo de política, de Madrid y sus ocultas leyendas o de libros sino también del escritor norteamericano. En mi cabeza se mezcla también el recuerdo entrañable de otro día, calurosa tarde como esta, con Fernando Vizcaíno Casas. Nunca olvidaré su voz mientras hablábamos sobre Hemingway y otras épocas o sobre la calidad de los escritores que despuntaban entonces mientras él, con su trazo maestro y aprendido me dibujaba en un posavasos blanco su propio retrato de cuatro trazadas limpias. Pero no solo fueron ellos. Entre otras muchas hay también un par de conversaciones sobre este autor que recuerdo de forma nítida y con personas sin fama alguna ni, en su grandeza, necesidad de ella. Una era veterana de la guerra, nuestra guerra, y según me relató desde la distancia que permite el tiempo, logró ver al escritor norteamericano en dos ocasiones y en un corto espacio de tiempo; fue en el Madrid casi sitiado. Con las arrugas cuarteando su cara, aquel hombre experimentado me iniciaba en la narración dibujando las escenas con sus manos comidas de reuma. La primera vez que creyó verlo sucedió en el barrio de La Moncloa, estaba seguro que era él... -¡y hablaba inglés!- me decía apuntando con su dedo índice al cielo como señal de firmeza.
La segunda en la Avenida de los obuses, la Gran Vía, y acompañado según me contaba, de otra persona de aspecto muy joven y como extranjero. El correr de los años y el interés por seguir los pasos de Hemingway por España me hizo pensar que efectivamente pudo verle en ambos escenarios. De hecho creo recordar vagamente una reseña que Arturo Barea hizo en alguna de sus obras a este respecto, al ir y venir de corresponsales en los hoteles de la Gran Vía y a él entre ellos. Igualmente es probable haberlo visto en La Moncloa y el frente de Ciudad Universitaria pues de hecho el cronista americano relató algunos pormenores del intento de ruptura en el cuello de cuña de los sublevados que se formaba desde el paseo de Extremadura hasta la carretera de La Coruña para relajar la tensión sobre el sitio de Madrid. Respecto a quien lo acompañaba nunca podremos saberlo si bien se pueden intuir varios nombres... Sidney Franklin, el periodista, Joris Ivens, el camarógrafo, John Ferno, un operador o Henry Gorrell, su amigo y corresponsal de United Press. La otra conversación, tan diferente como la noche y el día, tenía un completo trasfondo social muy marcado por la época de Hemingway y como relatora a una bellísima y enigmática mujer norteamericana; un extraño coctel de fantasiosa aspirante a Miss Alice Griffith, Condesa de Romanones, oficial de la CIA (ex-OSS)... la espía que vestía de rojo (o eso dice ella aunque personalmente dudo mucho de su historial de James Bond) y de protagonista de La tesis de Nancy (Ramón J. Sender). Coincidimos una noche para perderse en La Latina de Madrid y jamás volví a saber de ella, ¡hace demasiados años de aquello!. Desde el principio me sorprendió su profundo conocimiento sobre el escritor americano y, sobretodo, la manera de hablar acerca de su mentalidad, los detalles cuasi personales, todo como si realmente le hubiese conocido e incluso, en un momento, se quedó callada, pensativa, dando vueltas a un vaso de cerveza y bajo la luz de unas lámparas de diseño para concluir con un comentario que se inició con un familiar -Es que Ernesto-... Hoy, con todo este tiempo a nuestras espaldas, sin duda me arrepiento de haber sido educado en exceso tanto como para no preguntar más cosas a todos ellos. Ahora solo quedan los recuerdos que rebrotan en esta mañana entre las plantas del jardín. Y al final, para algunos, de todo ello solo permanece la memoria en las paredes de bares taurinos, fotografías admiradas como reliquias, o las leyendas que se guardan en el Ritz o el Palace, o las esencias embotelladas entre pañoletas rojas y pitones, que recorren las calles de Pamplona, en La Perla o cualquier otro lugar por el que deambuló Don Ernesto, como dicen que le llamaban sus más allegados en España. Por supuesto quedan sus crónicas, sus libros, multitud de ellos, y la memoria hablada de algunos supervivientes. Todavía, con un libro suyo entre mis manos, me agrada reconocer que Hemingway cautivo estas cuadernas desde que tengo recuerdo de las primeras lecturas adultas. Mi mente, veinte años después, intenta discernir si primero cayó en mis manos Adiós a las armas o Por quién doblan las campanas, fenomenal e inolvidable texto que tiene como telón de fondo nuestra guerra civil desde los ojos del dinamitero Robert Jordan.
Sin embargo, creo que fue el verano del noventa o del noventa y uno cuando encontré en una librería de saldo uno de sus libros que, con el tiempo se ha hecho imprescindible entre mis mimados. Guardo fresco el momento en que descubrí a un Hemingway periodista en su pura esencia, relator de una época de nuestra historia a través de Despachos de la guerra civil española, 1937-1938 (Título original: Spanish civil war dispatches), una compilación de crónicas desde diferentes lugares, ciudades o frentes de batalla de un país que por entonces sangraba a borbotones, y recuerdo que me impresionó estar leyendo algo que me trasladaba in situ a cada lugar en el que ocurrían los hechos relatados.
El libro de crónicas en cuestión fue publicado en España por la editorial Planeta con la sabia elección para la portada de una famosa fotografía cuyo autor es Robert Capa y en la que aparece Hemingway manipulando un fusil junto a un soldado. Es curioso saber que los derechos para la publicación en el extranjero (originariamente se publicó en EEUU) no fueron cedidos por su viuda, Mary Hemingway, hasta 1962, casi 25 años después. Como curioso resulta saber que los textos que recoge son los originales que el autor redactó en su época de corresponsal en España. Y digo esto porque las crónicas que remitía a NANA (Nort American Newspaper Alliance) para su publicación en Estados Unidos eran transcritas de manera... ¿incorrecta, manipulada o adulterada? por lo que aquella esencia pura se perdía en los despachos de los editores americanos. Todas ellas corresponden justamente a uno de los periodos más interesantes de la Guerra Civil española, el que comprende desde la primavera del 37 hasta el verano del 38, recogiendo momentos tan destacados como la ofensiva de Guadalajara por ejemplo. Así, crónica tras crónica, encontramos a un Hemingway descriptivo pero generalista, que sabe transmitir los estados de ánimo de los beligerantes si bien se observa cierto aspecto despistado a la hora de narrar las ubicaciones y áreas donde transcurren en muchos casos los hechos. Esto debe ser entendido en el contexto del momento, la censura en época de guerra suele ocupar cotas especialmente importantes, basta con seguir la obra del mencionado Arturo Barea para comprender este aspecto un poco más. Y ahora, querido y ávido lector, llegados al final solo me queda recordar que en cada palabra, en cada obra de E. Hemingway se destila el aroma de una época, de una forma de vida, de un suspiro que como tal pasa pero mientras está debe ser disfrutado en cada hoja y cada palabra como se bebe la vida a cada momento porque, aunque jamás lo debas preguntar (nunca hagas preguntar) tampoco se ha de olvidar... por quién doblan las campanas... ¡doblan por ti!, y por mí, por cada uno de nosotros.

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