martes, 14 de junio de 2011

Una narrativa corta...

DE ESCORPIONES Y RANAS
Por: Jorge Bermejo

¡Y ahora nos parece que sólo habría bastado con gritar eso!.
Y se habrían derrumbado los decorados, se habrían desecho los maquillajes,
habría huído el director por la escalera de servicios
y los apuntadores se habrían refugiado como ratas en sus madrigueras...
¡y habría llegado de un soplo la década de los sesenta!.

ALEXSANDR SOLZHENITSYN - Archipiélago Gulag




A Nari le ha despertado muy temprano el sonido de su teléfono asignado. A través de una línea desviada desde otra ciudad y otro país ha podido hablar con su familia. Ellos no saben donde se encuentra, o mejor, creen que está en otro lugar, en otros asuntos. ¡Es parte del juego!.
Mientras se siente cerca de los suyos, el sol penetra intemporal, como todo, en la habitación despejada. Sabiéndose bienvenido, se cuela a través de un arco blanco y explota sobre el escritorio vacío, en el que solamente duerme una carpeta, desde el que Nari escucha voces que le emocionan hasta sentir como se humedecen los ojos.
Él no es como aquellos entre los que se encuentra, en un espacio donde los sentimientos se deben ocultar, donde no se debe compartir para no dejar huella del camino andado, allí donde nada es personal y todos están de paso, tanto como aquella foto que siempre le acompañaba y ahora, rápidamente, se ha hecho pasado. Aunque ya no está, él la miró tantas veces, durante tanto tiempo, que puede recordarla con todo detalle.
Encorvado sobre el teléfono escuchaba voces de la vida real. Parecía cansado y desmejorado. Por las noches pasaba demasiadas horas buscando significado a la dualidad descontrolada y sentido a lo que hacía. En silencio, en la penumbra de una inmensa luna llena, lloró hasta quedarse sin lágrimas, e incluso rezó en lo más duro de la tormenta buscando un amanecer despejado tras la lechosa luz que resplandecía enganchada del ángulo de la ventana.
En alguna ocasión, debajo de su habitación, en la calle, ha llorado con él la vieja carreta que se recoge vacía, como lo hizo antes el carretero, de rodillas sobre la tierra en la que ese día tampoco había nada que arrancar, como lloraron otros antes que Nari, que pago un alto precio, y lo harán otros cuando él ya no esté. Poco más puede quedar sino dar el paso y marcharse para siempre sin mirar atrás.

No hay viento cuando sale a la calle. Apenas hay vida. Las gentes han ido a rascar la tierra y él cruza la aldea hasta el otro extremo. En el camino se ha parado para saludar en árabe a un par de abuelos que toman té en un diminuto parterre. Ven pasar la vida bajo una techumbre de madera que amenaza ruina, pero aún así nunca se han movido y nunca ha pasado nada. Después prosigue el camino con su carpeta en la mano.
Ya no sorprende a la gente de aquel lugar ver occidentales por allí, siempre hay bastantes y eso les gusta, dejan dinero en la aldea y nunca han molestado. Esto último parece ser una regla de oro que se cumple a rajatabla y en la que los jefes ponen todo su empeño, sobretodo el Master.
Mientras Nari se aleja, los abuelos no han dejado de mirar esa inquietante carpeta intentando imaginar que contendrá. Él lo sabe, despachará en unos minutos con el vicedirector de la empresa y en esa carpeta está su trabajo de varios días. Pronto se celebrará una reunión de máximo nivel, con excelentes beneficios en juego. Para eso ha debido elaborar algunos Q&A de diferentes supuestos que pueden preguntar al Gran Jefe, el Presidente o alguno de sus ministros, unos cuantos perfiles psicológicos, unas pocas fotografías y algunas listas de proveedores.

Una corriente de aire ha levantado sorpresivamente el polvo y la calleja comienza a esconderse. Durante unos instantes apenas se ve  justo delante, pero pronto todo se calma y ante Nari aparece la figura de un hombre de gran tamaño al que todavía no logra distinguir. Al llegar a su lado descubre, bajo el sol, que es Benjamin, aunque realmente no se llame así... allí nadie se llama como dice llamarse. Trabaja como escolta de los jefes, un subsahariano con aspecto de armario que, desde hace mucho, acompaña a la empresa donde quiera que va. Habla muy bien el idioma de Nari y siente verdadero aprecio por él, aunque el sentimiento sea tan mutuo como oculto. Ambos no saben apenas nada de sus vidas, es mejor que sea así. Lo que en ese momento, además, no sabe Benjamin es que apenas le queda un año de vida. Lo último que se supo de él fue que murió en Libia, trabajando para otra empresa. Nari, por entonces, tampoco lo sabía.
          -¿Cómo está tu guapa chica?- Pregunta Benjamín sin detenerse mientras apunta con el dedo índice a su amigo
          -Ya no hay guapa chica, pero... gracias…-
Sus pasos continuaron por caminos diferentes, mientras el polvo comenzaba a cubrir la ropa y el silencio regresaba a la aldea.
          -Lo siento mucho... Nari. Se lo que...- gritó sin acabar la frase, desde el otro extremo de la calle. Pero Nari solo se volvió para forzar una sonrisa.
Al final aquel instante, que miraba cara a cara con ojos sinceros, se volatilizó y su rastro se ocultó bajo la arena, perdiéndose más allá de la aldea. Con el tiempo, de aquella mañana tan solo quedó la hermosa luz que se grabó en su retina y la memoria de los que jamás regresaron.

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