Por: Jorge Bermejo
“Las gentes de Madrid son de Larra y no lo saben, tanto como sus calles resisten galdosianas los envites de la transformación urbana.”

Las penumbras, la quietud y las farolas naranjas malean a su antojo las sombras y la luz. Brillan, en la Glorieta, los pasos de cebra y parpadean los semáforos, como lo hacen por diferente motivo los ojos de aquellos que llegan o se van cuando, en algún momento, lanzan esa mirada frugal para la memoria –primeriza o nostálgica- al entorno inmediato. Algunos coches esperan detenidos mientras unos pasos cruzan dejando atrás los espacios vacios comidos por el asfalto. El Reina Sofía presume de protagonismo y recibe precisamente la luz lechosa de una luna que devora las horas como si fuese la última vez que se asoma sobre la ciudad.
Nadie duda que sea una ciudad en efervescencia durante estos días de primavera. Personalmente pienso que es la mejor estación, junto con el otoño, para conocerla. Son, en estas épocas, cuando merece ser andada y vivida, pero también escuchada en el silencio de un lugar secreto y escogido, ¡a cada cual el suyo!. Es entonces cuando la calle cobra otro sentido, especialmente en los ocasos. Los estudiantes se sacuden de su periodo de exámenes con desbordante animación y, deseosos de oxígeno, toman la calle en un ambiente optimista (aún con la sombra de la gravedad de la crisis).
También los turistas pululan como hormigas intentando conocer una urbe de siglos en unos pocos días cuajados de actividad. Somos una ciudad abierta y unos vecinos abiertos que tienen cada vez la mentalidad también más abierta… aunque la garra del villano madrileño, ese que presume de ciudad, pueda surgir al menor indicio. Lo cierto es que los madrileños de hoy somos de todos los sitios pero acabamos sintiéndonos de la ciudad que nos acoge, indistintamente de haber nacido en Madrid o venir buscando un futuro mejor.

La vida social, popular y matritense, cobra una desproporcionada importancia en comparación con el resto de principales capitales de Europa. Afortunadamente, el concepto “salir de cañas” se ha transformado, renovado diría yo, aunque sigue vivo en su esencia.
En este sentido, hace mucho tiempo, Madrid presumía de poseer un buena red de Paradas de Postas, unos lugares donde se bebía el vino de los alrededores o el que llegaba desde La Mancha. Desde donde partían, descansaban o llegaban los viajeros que transitaban por esta Villa y Corte. Allí transeúntes y bestias recibían las últimas o primeras atenciones de nuestra ciudad… viandas y camas. ¡Ya predicaba el dicho!, aunque hoy sea equivocado: “Madrid alegre y bravía, con mil tabernas y ninguna librería”. Don Hilarión, el de la Zarzuela, diría en estas que es gracias a la ciencia que avanza… que es una barbaridad.

Los bares, que no tienen hospedaje ni cama aunque para algunos lo parezca, son los más básicos herederos de aquellas Paradas de Postas, son epicentros de historias, vidas y chismorreos donde departir entre refrescantes cañas de cerveza que sirven de parapeto para estos días primaverales de estación y agosteros de calor.
Buena prueba de ello, y también de cosmopolitanismo en la calle, lo encontraremos en La Latina, abigarrada, de deseo libre y sentimiento populoso. Allí, las plazas y espacios abiertos como La Paja o Humilladero siguen dando vida, oxígeno y algunos quebraderos de cabeza a un pedazo de Madrid tan castizo como el que más. Para el que llega de fuera en estas fechas, tan solo es posible concebirlo paseando sin prisa al atardecer y disfrutando en sus bares como la vida fluye sobre un mostrador de metálico brillo en el que continuamente se desparrama la espuma de las cañas de cerveza.

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