viernes, 17 de junio de 2011

En la lejana cercanía...

DE MADRID A CUALQUIER LUGAR
Por: Jorge Bermejo

“Las gentes de Madrid son de Larra y no lo saben, tanto como sus calles resisten galdosianas los envites de la transformación urbana.”


La noche de luna llena se estrella contra la fachada de la Estación de Atocha, aquella que nuestros abuelos llamaban Mediodía, como el veterano hotel que se eleva en la madrileña historia mirando de reojo a la evolución… el AVE, nuestra Alta Velocidad, los coches de modernas líneas, que siguen contaminando igual, o El Centro Reina Sofía, una bandera en la vanguardia mundial del arte.
Las penumbras, la quietud y las farolas naranjas malean a su antojo las sombras y la luz. Brillan, en la Glorieta, los pasos de cebra y parpadean los semáforos, como lo hacen por diferente motivo los ojos de aquellos que llegan o se van cuando, en algún momento, lanzan esa mirada frugal para la memoria –primeriza o nostálgica- al entorno inmediato. Algunos coches esperan detenidos mientras unos pasos cruzan dejando atrás los espacios vacios comidos por el asfalto. El Reina Sofía presume de protagonismo y recibe precisamente la luz lechosa de una luna que devora las horas como si fuese la última vez que se asoma sobre la ciudad.

No es tan tarde, de hecho no lo es para el paseante que experimenta y descubre las sensaciones que exhala Madrid en una noche despejada de primavera. No es tarde para el violinista que regala un estudio a cambio de la voluntad en el Paseo del Prado. No lo es para las notas amateurs que circulan juguetonas entre las ramas de los árboles del bulevar. A lo largo de la noche buscarán un lugar y dormirán el sueño de días mejores que quedan por llegar.

Para aquel que lo vive, Madrid da lugar a mucho juego reflexivo, casi tanto como los habitantes o la historia que se esconden tras sus desconocidas fachadas o entre las calles que a menudo impiden ver el sol. Tantos como las particularidades de cada madrileño, sea nativo o de adopción, o las necesidades que genera la Gran Ciudad de España (con permiso de Barcelona).
Nadie duda que sea una ciudad en efervescencia durante estos días de primavera. Personalmente pienso que es la mejor estación, junto con el otoño, para conocerla. Son, en estas épocas, cuando merece ser andada y vivida, pero también escuchada en el silencio de un lugar secreto y escogido, ¡a cada cual el suyo!. Es entonces cuando la calle cobra otro sentido, especialmente en los ocasos. Los estudiantes se sacuden de su periodo de exámenes con desbordante animación y, deseosos de oxígeno, toman la calle en un ambiente optimista (aún con la sombra de la gravedad de la crisis).
También los turistas pululan como hormigas intentando conocer una urbe de siglos en unos pocos días cuajados de actividad. Somos una ciudad abierta y unos vecinos abiertos que tienen cada vez la mentalidad también más abierta… aunque la garra del villano madrileño, ese que presume de ciudad, pueda surgir al menor indicio. Lo cierto es que los madrileños de hoy somos de todos los sitios pero acabamos sintiéndonos de la ciudad que nos acoge, indistintamente de haber nacido en Madrid o venir buscando un futuro mejor.

Esta amalgama de cualidades va marcando sin prisa ni pausa el cosmopolitanismo de un espacio urbano tremendamente vivo que todavía no ha perdido su esencia de humanidad. Es cierto que, en este sentido de transmitir que la ciudad se edifica entre todos, nos queda aprender de otros lugares para que, cada vez más, la capital sea atractiva indefinidamente a través del tiempo. Pero, en estas, Madrid también tiene su ignorancia con delito. La ignorancia proviene de no conocernos lo suficiente y el delito es no poner solución al hecho. Basta con pasear por sus calles para observarlo. Las gentes de Madrid son de Larra y no lo saben, tanto como sus calles resisten galdosianas los envites de la transformación urbana.
La vida social, popular y matritense, cobra una desproporcionada importancia en comparación con el resto de principales capitales de Europa. Afortunadamente, el concepto “salir de cañas” se ha transformado, renovado diría yo, aunque sigue vivo en su esencia.
En este sentido, hace mucho tiempo, Madrid presumía de poseer un buena red de Paradas de Postas, unos lugares donde se bebía el vino de los alrededores o el que llegaba desde La Mancha. Desde donde partían, descansaban o llegaban los viajeros que transitaban por esta Villa y Corte. Allí transeúntes y bestias recibían las últimas o primeras atenciones de nuestra ciudad… viandas y camas. ¡Ya predicaba el dicho!, aunque hoy sea equivocado: “Madrid alegre y bravía, con mil tabernas y ninguna librería”. Don Hilarión, el de la Zarzuela, diría en estas que es gracias a la ciencia que avanza… que es una barbaridad.
Ahora, como decía, las míticas Paradas de Postas dejan atrás el gato por liebre y ofertan una demostrada variedad gastronómica de excelente calidad. sobre este asunto en Madrid se sabe mucho, tanto que debe ser cauta para que no siga proliferando el tolaguirismo o sensación de ser tratado como turista, de estar pagando más de lo que se debe. Por cierto que la picaresca de la crisis ha hecho muy visibles numerosos carteles con ofertas de bebida o comida que no lo son aunque se maquillen de ello.
Los bares, que no tienen hospedaje ni cama aunque para algunos lo parezca, son los más básicos herederos de aquellas Paradas de Postas, son epicentros de historias, vidas y chismorreos donde departir entre refrescantes cañas de cerveza que sirven de parapeto para estos días primaverales de estación y agosteros de calor.
Buena prueba de ello, y también de cosmopolitanismo en la calle, lo encontraremos en La Latina, abigarrada, de deseo libre y sentimiento populoso. Allí, las plazas y espacios abiertos como La Paja o Humilladero siguen dando vida, oxígeno y algunos quebraderos de cabeza a un pedazo de Madrid tan castizo como el que más. Para el que llega de fuera en estas fechas, tan solo es posible concebirlo paseando sin prisa al atardecer y disfrutando en sus bares como la vida fluye sobre un mostrador de metálico brillo en el que continuamente se desparrama la espuma de las cañas de cerveza. 

Durante unos minutos, hasta ese momento, los pasos habían permanecido detenidos frente al violinista, que todavía dejaba huir libres sus notas al cielo. De pronto, esos pasos prosiguen y se pierden junto al Jardín Botánico, que a esas horas no es más que una mancha oscura y fantasmagórica para el que camina por su vera. En la noche, dejando a un lado el Museo Naval, recorrerá el Paseo del Prado hasta Cibeles y de ahí, como en Atocha o en todo Madrid… a cualquier lado.

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