lunes, 22 de marzo de 2010

UN CUENTO CORTO

LUZ DE FARO SOBRE EL HORIZONTE
Por: Jorge Bermejo
IRISH BELSSING
Recuerdo las veces que me he sentado junto a un faro, tengo grabada la luz de las lámparas trazando líneas imaginarias sobre el horizonte y muriendo en la nada del infinito... y alrededor la oscuridad. A los pies de las torres, con la espalda apoyada en sus piedras heladas, quizás bajo una fina lluvia, he visto nacer y morir al sol en el espejo del agua. De esos atardeceres, de aquellos amaneceres que pasaron sin detenerse ya se encargan las sombras de la noche y el minutero de los tiempos de pulverizarlos hasta ser convertidos en partículas del céfiro que las llevó lejos de allí. Ese, el portador de vientos, tan solo dejó las que fueron teas y ahora son brasas que caen en el agua de la vida a punto de ebullición. De las confidencias y risas, de las noches estrelladas, o de las que trajeron lluvia, de las que absortos nos hipnotizaron escuchando el mar, he llenado mis bolsillos para no dejarlas escapar.
Pero de la primavera muerta, que llegó amortajada para parecer mas bella, ya hicieron las sombras acopio de su carne, y en la tierra, que bebió su sangre, las nubes blancas la recogieron escupiéndolas en el cielo que se torno al instante anaranjado. Y los hombres creímos ver un atardecer. Así, de la primavera muerta, que estaba vestida para ser velada, tan solo quedó el esqueleto y las lágrimas.
He visto llorar al hombre que la acompañaba en su último respeto y, entre dientes, musitaba que era la más hermosa desde el fin de la gran tormenta. Permanecía detenido en un recodo que las copas de los árboles frondosos convertían en penumbra. Allí, en el bosque de su lucidez, en el remanso secreto de su descanso, sobre el leño muerto de viejo y cubierto de musgo, en el espacio donde reposaba a veces con los ojos cerrados, veía sin miedo el sol del ocaso y escuchaba rugir el mar a lo lejos a pesar que el cielo gris traía nubes de tormenta o el viento soplaba fuerte y silbaba sus agonías. En aquel lugar, demasiado cerca del acantilado devorado, el minutero del tiempo no pasaba y los demás, los que caminaban por el sendero, no lo miraban a él ni siquiera un instante, como si fuese un vagabundo en tierra pobres ricos. Parecía no importarle, sentado como estaba en el templo de lo sencillo, arrancando con la mano la hierba que crecía bajo sus pies, en el aire, sin tierra debajo, y así el espacio que pisaba se recortaba tanto como el vacío crecía sin parar.
A la hora de marcharme, mientras seguía arrancando la hierba, besé su mejilla y él asió con fuerza mis manos. Su mirada partió mi alma y quedó fundida en las retinas. Unos metros más allá, cuando giré la vista por última vez ya no estaba, no había hierba donde antes era alfombra y ahora el vacío ocupaba su espacio y yo seguí caminando por la montaña.
Arriba, desde la peña que dominaba el Gran Azul, a caballo de rocas y trechos aplanados, el faro permanecía apagado por primera vez. Nunca más se encendería en el ocaso, pero esa noche el mar resplandecía como jamás lo había visto. Al fin, el farero (de la vida) ya no iluminaba un lugar... sino todo el espejo del mar. En la puerta de su hogar quedo para siempre escrito: Navegante, ¿has encontrado tu faro?...

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