domingo, 17 de abril de 2011

En el campo de batalla...

QUIJORNA DE MADRID
Por: Jorge Bermejo

A Mara, mi primera dedicatoria para ella, porque nada más llegar ha llenado de alegría a cuantos la querremos a lo largo de la vida, sea en la cercanía o… en la lejanía cercana. No sé escribir cuentos para niños, pero a cambio tendré paciencia hasta que tú crezcas y puedas leer estas palabras en primavera. ¡Bienvenida!...

A Carlos de la Fuente, buen tipo, mejor marino, excelente amigo e inmejorable persona.

Llevan un tiempo diciendo que se han detectado linces ibéricos por los contornos de Quijorna, en la provincia de Madrid. ¡No me extrañaría!, a la vista de la ingente cantidad de conejos y roedores que campan por la zona. Personalmente estaría encantado de ello y me gustaría ver en vivo y en directo a una de esas joyas de nuestra riqueza animal, y de esta manera satisfacer una inquietud más y vivir la experiencia y el placer de descubrir lo que siempre hemos sabido por boca de otros. 
Hasta ahora, uno que es más bien urbanita, solamente ha visto otro tipo de linces. Me refiero a los que campan por la fauna capitalina y son bípedos, y además añado que estos no están en peligro de extinción, ni tienen porqué ser exclusivamente ibéricos. Carandell, don Luís, el maestro de periodistas y de la vida, diría en estas que… ¡eso se queda ya para los jamones y embutidos!
Pero ahora prefiero seguir alimentando el equilibrio que regala la grandiosa vista que me envuelve. Como en casi toda nuestra España, ahora es justamente el mejor momento que tienen los campos de Quijorna y su hermoso contorno, donde acaba de explotar la primavera, para ser disfrutados con el debido respeto. 
Así me encuentro con el sol de mediodía escoltando generosamente mis pensamientos y un concierto perfecto, con su orquesta de multitud de avispas encargadas de los instrumentos de viento y que no paran de zumbar (¡y yo que pretendo hacerme el valiente entre todas ellas!), de chicharras diestras en el chelo y la cuerda o decenas de pájaros que afinan el belle canto desde lo alto de los árboles. Y justamente por encima, como si se pudiese tocar, el cielo está despejado. No tiene heridas, no necesita el algodón de las nubes esponjosas. Su piel azul está inmaculada a la vista de ese Astro Rey, tan intenso como las sensaciones percibidas, tanto como para cumplir el tópico de beberse la vida a sorbos pequeños… pero refrescantes.
Aún imbuido por la aromática belleza, no olvido que es esta tierra de heridas y sangre, de enseñanzas aprendidas en horribles sucesos reales y de triste sufrimiento quizás en días tan hermosos como el que relato.

Hace muchos años, durante nuestra maldita Guerra Civil, se produjo una histórica ofensiva que supuso la movilización de dos ingentes Ejércitos enfrentados que agrupaban una enorme fuerza de maniobra y que costó decenas de miles de muertos (no importa el bando si están muertos) dentro del contexto de la lucha por Madrid.
Con el tiempo, a la acción se la conoció como la Batalla de Brunete
El campo de operaciones, a pocos kilómetros de la capital de España, fue realmente extenso, abarcando numerosos términos y localidades.
Pero ahora, más de setenta años después, mientras piso estas tierras de sacrificio, cuando estoy en un punto elevado divisando la grandiosidad hasta la lejanía de lo que fue el frente, percibo todo con otra dimensión y me pregunto si mereció la pena. Con la idea de que no hemos aprendido de nuestros errores no me cuesta en absoluto imaginar lo que sucedió en este trozo de nuestra Piel de Toro hace tanto tiempo, entre el 6 y el 25 de julio de 1937.
Durante la batalla, tanto la actual finca en que me encuentro mientras escribo estas líneas como los terrenos que componen el término municipal de Quijorna se convirtieron en botín y premio para ambos bandos. Era el enfrentamiento medido entre la disciplina, el miedo y la temeridad de falangistas, moros y legionarios o las fuerzas navarras de la IV Bandera con la tozudez y el idealismo aguerrido del célebre Campesino o la destreza de la 46ª División del Ejército leal a la República, parte de cuyo contingente estaba acantonado en Quijorna.

Con los pies sobre el terreno de un sangriento campo de batalla se ve, efectivamente, todo de otra manera. Como ya he mencionado antes, la vida que afortunadamente el hombre no domina se abre nuevamente paso, y visto así cuesta pensar que la localidad y su contorno fueran tan terroríficamente castigados, tanto como para que solo quedase en pie una parte de la Iglesia y algunas casas aisladas, o tanto como para tener reservado en la historia contemporánea un destacado espacio entre las ofensivas más importantes de nuestra guerra.
Las operaciones militares de estas fuerzas en maniobra se enmarcaban dentro de una ofensiva del Gobierno destinada a aflojar la soga que Franco tenía colocada entorno a Madrid-ciudad, la cual se iba cerrando peligrosamente. Por eso y además para lograr desviar recursos sublevados desde el Frente del Norte, el Ejército leal desencadena una dura ofensiva en estos parajes.
Uno, que conoce algunos olores, puede imaginar el que flotaría en el aire aquel verano del 37, entre explosiones y tiroteos. Puedo lograr imaginar columnas de humo en la lejanía, y aviones sobrevolando las extensiones verdes por donde ahora campan caballos, perros, torcaces o faisanes presumidos… y nosotros.
Lo triste de todo momento mágico, ya sea en Quijorna como en nuestra intimidad, es que resulta ser efímero –carpe diem-, que se aprende en la experiencia y que jamás se transmitirá como se recibe cuando fluye in situ con intensidad propia y en demasía, como parecen hacerlo, desde esta vega con altozanos, las suaves laderas del contorno al que miro. Con el viento parecen olas en el mar, un mar ahora verde.
La belleza es sencillez mesurada, salvo aquí, donde esa prudencia de lo natural no se esconde en primavera y se perfila delicadamente entre siluetas y brillos, con los campos reventando de verdor y vida en una estación más que nace con muchas ganas de vivir, abriéndose paso sobre todo. Así parece que el tiempo se ha detenido, que solo se quiebra su fragilidad al paso del majestuoso águila que flota imponentemente en la nada del cielo azul, limpio e intenso, bajo el sol de mediodía. Sobrevuela oteando el horizonte, esa cuasi-completa línea curva que delimita el fin del mundo. Trae quietud, la que a mí me acompaña mientras me limito a seguir observándolo.
Alrededor, de repente, todo se ha vuelto silencio. La orquesta de la naturaleza no toca ya pieza alguna. Las horas han pasado creando un atardecer de caramelo que no nos abandonará hasta el ocaso. El sol rezuma rayos brillantes, como gotas de aceite de oliva, que mueren en los promontorios y las planicies, y el éter se muestra cargado de una mágica luz vaporosa tanto como penetrante. Delicadamente se va filtrando, como ese aceite, entre los claroscuros y entre los arbustos, y en la memoria enterrada, la que duerme sin volatilizarse en la piel de nuestra tierra. 
Aunque todavía hay claridad, que se resiste a ser oscurecida por la noche del tiempo, he cerrado los ojos por unos instantes. Otro día… ¡miraré a las estrellas!

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