Por: Jorge E. Bermejo
Arde el jardín de las delicias frente a nosotros. Las llamas ascienden al cielo que nos cubrió otrora hermoso ante la pausada quietud de la flor más bonita y el jardinero calmado que lloran su desdicha. Arde aquel frondoso lugar que acogió las primaveras y los días grises mientras, entre la crepitación de la vida consumiéndose en las lenguas ardientes, no se logra escuchar los gemidos de quien deseaba apagar el fuego con las manos. No siente calor ni incendio ya en sus dedos, una y mil veces lo apagaría porque no existe infierno grande cuando hay, todavía, razón más grande que lo pueda aplacar. En la espeluznante visión los espíritus robados permanecen silenciosos y los mercaderes se frotan las manos ante la tierra necesitada, esperando que el fuego pase, o ni eso, arrasando la vida, la memoria y la realidad distorsionada por los haraganes del alma, los envidiosos del jardín. Visión despiadada ante nuestros ojos llenos de lágrimas, humedecidos hasta hincharse o volverse rojos, agua que se filtra entre los dedos mientras los entes ven arder todo, inmóviles y shockeados.
Junto a la pendiente de la ladera, ayer verde y siempre hermosa, llora el jardinero mientras se quema las manos. Desea el infeliz derramar sobre el incendio aquellas lágrimas que pueden quedar en la miserable y postrera idea que tanto amor en cada gota apague los rescoldos para buscar, refugiado en aquellos ojos de noche, un brote donde aferrarse y salvar lo que queda. El fuego ha crecido desmesuradamente, sin control diríase, y sin embargo sus llamas son frías y no aportan luz, aquella que han robado a la noche en su totalidad. En el jardín, plagado de senderos que siempre podían terminar en una salida, rechinan los árboles, gimen y se retuercen sabiéndose morir sin esperar remisión, sin oxígeno, y todo se ha vuelto oscuridad o penumbra, luciérnagas de solsticios pasados que revolotean, reflejos temblorosos de tea anaranjada que se consume, restos de madera que espera todavía arder.
El candil del alma desparramó su aceite y ahora también arde por el suelo bajo nuestros pies. Inmóvil, el jardinero ve arder también el óleo y siente un punzón incandescente que penetra sin cesar.
Inmóvil... así observa cómo, para ahogar tanto dolor, han malvertido agua y se ha extendido el fuego.
Inmóvil, como tú, como yo, ve arder el jardín cultivado con mimo, el del amor infinito, y ya ni la rosa más hermosa, la única que merecía la vida sin duda, queda a la vista. Se oculta pues tras la lengua de fuego que quemó las manos del jardinero al quererla desenterrar con raíz para que no ardiese también.
Cubre la noche más oscura al cielo y la tierra, y al beso más bonito. Rezan los apóstoles por todo lo que vendrá y los cuerpos que están muriendo calcinados se preparan para vagar un largo camino en el purgatorio, preocupándose de lo más ínfimo y sin percibir que lo más importante está consumiéndose.
Muere al igual el jardín y su tierra será baldía, y el jardinero no puede regresar sobre sus pasos para volver a cultivar su flor, la flor, con el agua del mejor manantial que hasta hoy encontró. Es secuencia de dolor. Dolor de la tierra calcinada, de la piel llagada, de la vida enterrada, del todo perdido, del amor destruido... y aún con todo recuerda el aire tu aroma, rosa de rosas, esencia impregnada en lo más profundo. Trae aquél sonidos envueltos en tres palabras, "regálame una sonrisa", que nunca más se escuchará.
Brota, abre tus pétalos para mí, para ti. Vuelve a salir como cada día, como salario de gracia, pues en su labor el jardinero recibía estas premisas y era pago suficiente con el que se alimentaba.
En el jardín ardiendo ya no habrá viento, ni lluvia, nieve o sol. Pero entonces, ¿que queda en esta noche sombría?, ¿que queda cuando se deja al fuego batir la vida?. Veo al jardinero, en su desesperación, morir de amor, remover los rescoldos brillantes buscando un miserable esqueje superviviente con el cual recomponer el vergel, aquel de las delicias, tan frondoso como la vida, tan profundo como tus ojos, tan extenso como quisieran sus habitantes, tan hermoso como la rosa por la que el aquel jardinero hubiese dado la vida.
Pero ahora, ¿que queda?. Quedan las cenizas oscuras, esparcidas. La capa inerte que cubre buena tierra sobrecalentada bajo sus restos, pero fértil. Queda la tristeza y las pavesas que los niños usarán para teñirse mientras pretenden divertirse. Quede lo que quede cubrirán tu tierra y mi aire, ¡todo!. Quede lo que quede quedará esto también. Y en el incierto momento en que ya no vemos, las manos desnudas, heridas, siguen aún removiendo brasas incandescentes mientras las enlutadas observan, los poetas lloran y los ciegos que ven no desean mirar, y entre todos el jardinero recoge en el cuenco de esas manos heridas, abrasadas, llagadas, los recuerdos que el fuego jamás quemará.
Queda el incierto otoño vestido más que nunca de ocres y dolor. Y permanece inexpugnable una montaña tan alta que no permite ver detrás. Queda una larga noche y aún no hay visos de ver romper el alba, todavía es invisible la magnitud que ahora se percibe.
El cielo abrasa tanto como el aire, como la vida, que se consume y cuesta ser respirada. solamente entra el oxígeno justo para mantener vivo un cuerpo tan inerte que recuerda a la ceniza dejada por el fuego. Así, la visión se ciega ante la flor del mimo, la que se crió en el jardín de las delicias, la que hizo mejor jardinero al jardinero y rosa insuperable a la rosa más hermosa. Y entre todo, los poetas siguen llorando o se arrojan a las llamas porque no desean seguir escribiendo estrofas de amor, porque no hay jardín que les inspira, porque murieron con él las mejores poesías y la flor con cuyo tallo escribían romances, alegrías o endechas. Poetas, orfebres, escultores de la savia hilada por la que se deslizaban letras y palabras, aquellos que veían la rosa preciosa hasta en los días grises... ¡cuánto más en los soleados!.
Y así todo sigue, y el mundo cambia tras el cristal ahumado, tanto como la foto de una flor marchita ya, sea margarita o rosa, y un reloj (de estación) que un día se paró.
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