Como la certeza que transmite un hecho empírico así sabemos que el otoño se filtra por los recovecos de nuestra vida como lo hace alfombrando las calles, como entra por las rendijas de las puertas y ventanas, como viste de otros colores la ciudad o regala atardeceres cargados de energía. En el eco de sus ciclos, aquel que marca los tempos y nunca desaparece, ahora veremos las fotografías en verdes muertos y ocres de hojarasca seca barrida por el viento, de árboles que mezclan tonos posando para una acuarela mientras son penetrados por los rayos de sol en una tarde de otoño, tanto como después será la nieve aquella que cubra nuestra memoria hasta convertirla en la película blanca de los recuerdos escupidos a golpe de hogar encendido y calderos o de sonrisas y confidencias entre amigos, de calles y caminos desnudos rondados por perros solitarios que nos ladran afónicos para esconder sus miedos, de cobertizos cuajados de musgo y humedad tanto como rebosantes de madera cortada y apilada. Habrán llegado entonces las microscópicas estrellas de invierno aplastadas en unas huellas que demuestran la vida que no vemos. Y mientras pensamos en ello necesitamos, como acicate, alimentarnos de cuanto fluye ahuyentando artificialmente los empachos de obsesiones o fagocitando lo extraño con forma de revuelta contra la apatía que nos vuelve monótonos.
Pero mientras esto llega, para mí, como para otros, ha quedado atrás la estación que rompe generalmente (y sin artificios) esa monotonía, que nos muestra arena fina, bosques cuajados de frondosa vegetación donde habita la mitología, amores primerizos que se alimentan de extrañas mariposas, calles encaladas aún similares a las que viese mi admirado Gerald Brenan, mares inmensos que albergan a las descendientes de Moby Dick, o palacios, fuentes y paseos en los que dar rienda a los acordes de una guitarra española en las noches calurosas de verano, bajo faroles, en terrazas que sirven momentos íntimos con vino, en sueños abrazados a un libro donde reposar la lentitud de cada instante.
Ahora, con cada día que huye nos olvidaremos poco a poco de los cuerpos exuberantes envueltos en deseo y será el nuestro aquel que compartirá un rincón con las fuerzas postrimeras que rezuman sobre las fachadas de los espejos del alma, como dice el refrán. Serán, ni más ni menos, que las últimas fuerzas hirvientes de un verano que ya queda atrás, desinflándose, hasta ser solo recuerdos embutidos en el abrigo del otoño.
Es otoño aunque a veces no lo parece. Atraído por su llegada he decidido salir a recibirlo y en la tarde de aromas a tierra mojada mis pies me llevan a él caminando por las sendas que descienden y se cruzan a través del madrileño Parque del Oeste en dirección a los búnqueres (que taponaron el avance de los sublevados durante las ofensivas sobre Madrid en nuestra desgraciada Guerra Civil).
Es tarde para observar escondido en el mirador de aves (sin aves) como cae la luz sobre la charca, para fumar el último cigarrillo sentado en sus bancos y ver el humo denso ascender hasta perderse en el techo de madera. Allí, como en cualquier otro lugar, como en nuestro propio interior, buscamos elixires que tonifiquen nuestro cuerpo o sentidos que nos orienten falsamente. Logramos esconder los juicios y las justificaciones y resistimos en las murallas de nuestra debilitada fortaleza otra embestida más de un ejército que viaja en el tiempo desde nuestro pasado sin llegar a percatarnos que tarde o temprano, cuando llegue el asalto final, nuestras huestes, aquellas que nos defienden, no serán más que un puñado de razones agotadas, heridas y descolocadas, y será cuando veamos que La Gran fortaleza del alma está perdida sin remisión.
Ese será el triste atardecer en que nos miraremos buscando aquel caballero que fuimos pero no descubriremos más que un cuerpo torturado, desnudo y vencido que llora cada día en el silencio moribundo de la prisión de la soledad.
Quizás entonces, asfixiados, haremos lo que mucho antes debíamos haber hecho: salir al mundo exterior y descubrir que hay mucho más donde podríamos habernos retirado para recomponer las líneas, para aprovisionarnos y descansar.
De nuevo es entonces, y solo entonces, cuando alejados de la batalla, seremos conscientes del desastre en el que hemos colaborado por omisión. Por eso, cuando sintamos que las murallas apenas tienen capacidad para resistir quizás es mejor que preparemos las cabalgaduras y reunamos las fuerzas que quedan. Sencillamente… que tomemos el camino que nos lleva al sol… siempre hacia el sol.
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