domingo, 17 de junio de 2012

Una historia de Nari

GÉNESIS DE IDENTIDADES Y ACCIDENTES
Por: Jorge Bermejo
                                                          
“Suelta a ese caballo y galopa…”. Robert Jordan.
Por quién doblan las campanas. Ernest Hemingway
Por las ventanas abiertas al ocaso se cuela el murmullo de la vida, el ladrido dolido de un perro y el olor a mar y puerto, que a hurtadillas penetra sorteando el sotavento. Ocupan cada rincón de un lugar que es memoria. Recorren las estancias que hoy se muestran descuidadas, todavía pintadas en un blanco que Nari Kausak conoció nuevo y ahora está viejo, como la casa del alma.  Nadie sabe qué ocurrirá con aquel piso, ni con sus muebles, ni con la secreta historia que atesora. Seguramente esa… se desvanecerá. Nadie se atreverá a tomarla como propia y, probablemente, jamás se sabrá nada. Pero allí se cerraron conversaciones y acuerdos que posteriormente serían fundamentales en los cambios del rumbo de nuestra historia más contemporánea. Lo cierto es que, especialmente, era un refugio y una base para diversas operaciones de esas que nunca deben conocerse.
El bueno de Nari recuerda cómo era la vida allí. Pero antes descorcha una botella de vino y se sienta cerca de la ventana, en la estancia principal. Mientras se sirve sonríe al recordar la Torre de Babel que se organizaba cuando había demasiada gente y pocas camas. Él pasó muchos días allí, con El Viajero, y a veces también con otras personas que iban y venían, hombres célebres, empresarios sin escrúpulos o enviados de gobiernos, también algunos “extraídos”, espías y muchos “perros de la guerra” en tránsito.
Ahora los está viendo. Hay algunos hombres con traje y corbata sentados en cómodos sillones. Están encarados en un amplio círculo donde todos se miran a los ojos cuando deciden sobre negocios. Los puede ver sonreír mientras se frotan las manos, se intercambian papeles o prueban un sorbo de coñac francés.
Su mentor, el de Nari, permanece de pie en señal de dominio. Parece cansado -quizás ya estaba enfermo-, pero desea evitar mostrar cualquier síntoma de debilidad en aquel momento. El Maestro adoptaba la posición que durante su carrera le hizo ganarse el respeto. Aquel día, de nuevo, aparentaba ser el León Africano que se contaba en muchas historias.
Todo está igual que el último día que estuvo allí, como en sus pasados momentos de esplendor, salvo los sillones, que ahora permanecen apartados junto a una pared, mostrando el polvo del olvido. Ahora esa base probablemente “quemada”, ya no es más que un lugar para el recuerdo, el cementerio de un puñado de años al que Nari regresó sin rencor con la intención de difuminar su fotografía hasta disolverla para siempre. Por eso, para borrarla, y porque sabe que será la última vez, mira todo con detenimiento y lo graba en su retina -una de sus especialidades-. Después irá desapareciendo naturalmente, como debe ser. Solo permanecerán la esencia neutra y los olores.
En ese tiempo detenido, fotografiado, parece que él sigue viendo todo como aquel día, como en aquella reunión. El Gran Hombre lleva una camisa blanca de algodón, está más delgado y se apoya sobre el marco verde de una de las ventanas. En verdad aparenta estar preocupado. Mira hacia el exterior pero allí, desde esa otra ventana, no se ve nada. Solamente tejados y fachadas que se extienden como un tapiz cuarteado. 
     -Nari, ¡tú irás de nuevo a Malta por mí!. No dudo que lo harás bien.-
Aquellas palabras permanecen y ahora se muestran flotantes en la habitación. Inertes como su valor actual. Cuando lo que hay en juego es demasiado dinero, y el prestigio y la seguridad de mucha gente, sabes que aquel tipo enjuto que te mira a los ojos diciéndote eso está convencido de que tú eres el hombre ideal. Todo se acaba y pone su confianza en tus manos, así que es mejor que uno encuentre coartada razonable para “cubrir” ese tiempo en su vida.
Ambos sabían que todo era más profundo que la propia operación encomendada. Por eso el Master mostraba a Nari junto a él, frente a todos los poderosos reunidos allí, como muestra de confianza, respeto y, de alguna manera, escenificación y testimonio del fin. Concluía una época, huía hacia el Océano inmenso, el camino de los descubridores que aguardaba fuera, y en su ocaso lo acompañaba una hermosa puesta de sol que despedía a la grandeza de los imperios pasados.
Nari iría a Malta una vez más. Según lo previsto se encontraría con el contacto en el interior de Laskaris War Room. Si no fuese posible ya se habían concertado un par de citas alternativas, una de ellas en la Ciudad del Silencio, en la isla de Gozo.

Los olores se mantienen en la alcoba, permanecerán siempre porque están impregnados en las paredes y en los muebles. El aire mezcla el tabaco y el yodo y, de nuevo, recorre la estancia austera y cálida, como aquel atardecer camuflado de verano en el que, a veces, parecen percibirse voces del pasado que quedaron encerradas en el escenario de su propia vivencia para siempre.
Se agita el humo de un cigarrillo que se consume y la penumbra va adueñándose sin remisión de los ángulos y los recodos mientras Nari, que tiene la copa de vino entre las manos, acaba de relatar aquella operación maltesa, de la que quedaron algunas buenas amistades en la Fatah palestina.
Cuando regresa a las sombras de la habitación, lo hace con los ojos llorosos y escupiendo en cada retazo de sus palabras una añoranza por su viejo Maestro, El Viajero, el hombre diplomático. Seguramente fue el último de una raza de “perros” fogueados en tierras hostiles y condiciones a las que hoy la tecnología y la evolución han allanado el terreno.

Aquel era un sabueso de buenas maneras con olfato en los negocios, palabra y mano dura. Un sudafricano increíble al que Nari, acaso a cambio, había sabido reflotar su humanidad. Uno de aquellos míticos que aprendieron en “sus” primeras escuelas modernas y en los conflictos mundiales de la segunda mitad del siglo XX, y que logró atesorar una colosal historia personal, vivida entre celebres sucesos y grandes protagonistas.
Pero ahora, al fin, es alguien que nunca existió. Como sucedió con su anterior y primer Gran Hombre, el iraní. Nunca existieron salvo para el puñado de privilegiados que los conocieron.

Nari hace una pausa y cierra los ojos mientras bebe un largo trago de vino blanco, muy frio y griego. Ahora ninguno de ellos está. Su último Gran Hombre murió después de la Navidad, en España. Cumpliendo su voluntad, las cenizas fueron esparcidas por distintos y distantes lugares de África para que no existiera tumba de aquel que quiso ser de muchos sitios.
Los segundos reflexivos se alargan y parece que estuviese haciendo un esfuerzo mental para aflojar la presión que soporta aquel cerebro comprimido por tanto pus que debe supurar. Posiblemente por eso había preferido desaparecer durante un tiempo indefinido, hasta que un día alguien, sin esperarlo, vuelva a saber de él por casualidad.
También por ese motivo allí estaba, aprendiendo a vivir la vida de forma diferente. En aquella especie de trance encontró en esa casa el recogimiento, la soledad y el silencio para escuchar las voces del pasado, para despedirse entre memoria y olores de bazar. Para desear buen viaje a aquellos que se fueron un día, pero dejaron olvidado el “adiós” deseado flotando en el último instante.
Quizás por cosas así él parecía sentirse cómodo allí, reconfortado por la brisa atlántica, en algún lugar de una Lisboa que se abre al Gran Azul y se tiñe de romanticismo y fado al atardecer.
Con el paso de las horas la noche ha alcanzado a engancharse como una telaraña en una esquina de la ventana. Hace unos minutos que todo está en silencio, los mismos que hace que Nari se quedó dormido, vencido por la tensión y las emociones. En sus sueños peleará por volver a comenzar, y así será si resiste. Al final todo volverá a una génesis distinta, que sumada a las anteriores formará el libro de la vida, con sus aciertos y sus errores.